Nunca olvidaré los primeros capítulos que vi de “Los Simpsons”. A fines de los ochenta, esa era primitiva sin redes sociales, el mundo tenía un orden: eras comunista o capitalista, rico o tercermundista, eras niño –y veías dibujos animados– o adulto –y veías series con personas de carne y hueso–. La vida era simple.
Entonces cayó el Muro de Berlín. Y llegaron estas caricaturas amarillas y contrahechas llenas de referencias al sexo y a la vida gris de la clase media.
En los años noventa, década triunfal del yuppie, cuando los filósofos estadounidenses proclamaban el fin de la historia y el conflicto más sonado de la página internacional eran las felaciones a Bill Clinton en el ‘despacho oral’, los Simpson acabaron representando la mejor crítica al sueño americano. Aquella familia con un padre atontado a cargo de la seguridad de un reactor nuclear, un hijo desadaptado, una niña talentosa –y por eso mismo, aun más desadaptada– y una madre sensata –y por eso mismo, esclava del atontado– resultaban más reales que la realidad, y acabaron inspirando copias (“Family Man”), copias de las copias (“American Dad”), e incluso literatura y cine independiente. Nunca antes los dibujitos habían sido tan influyentes.
Durante las tres décadas que lleva en antena “Los Simpson”, su creador Matt Groening no ha necesitado trabajar mucho más. Hasta ahora, su sarcasmo solo se había vuelto a desplegar en “Futurama”, una sátira de ciencia ficción cuya predicción básica se ha cumplido: el mundo del futuro es igual de consumista y absurdo que el que vio nacer a los Simpson, solo que más diverso, y lo más entretenido que han dado estos años de globalización es que, hoy en día, un humano prototípico puede salir con ejemplares de diferentes razas, múltiples orígenes planetarios, más de tres sexos y un número variable de ojos.
Con esos antecedentes, es obligatorio echarle un vistazo al primer experimento de Groening en Netflix, “(Des)encanto”, aunque solo sea para juzgar cómo le sienta al autor el siglo XXI. Y mi veredicto es: de maravilla.
Vuelve el humor negro y la imaginación desbordante, llenos de orgías con morsas y elfos drogadictos, pero esta vez el escenario es un reino de leyenda medieval llamado, qué adecuado, Utopía. La protagonista, la princesa Bean, se siente aprisionada en su rol de Alteza. Está desesperada por la obligación de dar un heredero a su dinastía mientras solo ansía divertirse con algún plebeyo –o noble, o hechicero, o vikingo–. Su mejor amigo es un demonio perverso. Ah, y padece de una ligera debilidad por el alcohol.
Joaquín Sabina cantaba que “las niñas ya no quieren ser princesas”, y el verso se ha hecho más cierto con el paso de las décadas. En plena era del #MeToo, “(Des)encanto” resulta plenamente actual como alegoría de una femineidad harta de las obligaciones de la tradición. Las aventuras de la princesa Bean son la historia de una mujer tratando de ser más que un útero. Y la metáfora se desarrolla sin ápice de corrección política, recordándonos que el humor es un arma de crítica social mucho más poderosa que los clichés.
Pero resulta especialmente interesante que “(Des)encanto” haya aparecido precisamente este año. Porque durante los últimos meses, hemos oído a Ricardo Belmont explicando que su esposa le toca la cosita. Al brasileño Bolsonaro diciendo que su hijo no sale con bigotudos. O a Donald Trump... bueno, en cualquier día normal. En un mundo en que hasta los líderes políticos actúan como púberes, Matt Groening nos recuerda que lo único adulto que nos queda son los dibujitos animados.