Son muchos los países en el mundo en los que se combate judicialmente la corrupción política. Son, en cambio, muy pocos los que pueden exhibir condenados o absueltos por ese delito.
La primera respuesta a este abismo en la justicia es que los mecanismos estructurales de la impunidad son más fuertes que los de la anticorrupción. Y aún más si quienes lideran la anticorrupción y militan en sus filas son parte de esa impunidad; es decir, de la capacidad política, policial, fiscal y judicial para neutralizar investigaciones, acusaciones y sentencias.
Estamos ante un doble estándar autodestructivo: el del Estado que supuestamente quiere deshacerse de la corrupción y que a su vez apela a todos sus poderes para no deshacerse de la impunidad.
Esto convierte a la lucha anticorrupción, allí donde se da, en una comedia barata a la hora de buscar aplausos y en una gran estafa histórica a la hora de presentar resultados. No hay país enfrentado a este mal que no pierda cada año cientos de millones de dólares por corrupción y otros cientos de millones de dólares por combatirla inútilmente.
Una pléyade de políticos entran y salen muy frescos de los gobiernos y congresos, así como de los tribunales y carcelerías preventivas, sospechosos de todo y de nada, acusados de todo y de nada, investigados de todo y de nada, porque, sencillamente, no son sujetos de una justicia seria y responsable.
La vuelta de Cristina Fernández de Kirchner al poder en Argentina, los preparativos del ecuatoriano Rafael Correa y del brasileño Lula da Silva para hacer lo mismo, los recursos dictatoriales desplegados por Nicolás Maduro y Daniel Ortega sobre oposiciones indefensas en Venezuela y Nicaragua, respectivamente, confirman que el reino de la impunidad tiene más operadores y defensores que detractores reales y efectivos.
Venezuela y Nicaragua encarnan un fenómeno más oscuro. En ellos no se instala la impunidad frente a cualquier intento de acabar con la corrupción, sino también frente a cualquier intento de acabar con ambas dictaduras.
¿Acaso no fue la corrupción del régimen de Batista en Cuba la emblemática motivación de la revolución de Fidel Castro, derivada luego en una dictadura de 60 años, basada en una de las mayores estructuras de impunidad que se conozcan?
Si no hubiera sido por los atentos reflejos de la OEA, que pusieron al descubierto el fraude electoral de Evo Morales en Bolivia, el mandato de este no solo se hubiera prolongado indefinidamente, sino que su estructura de impunidad y corrupción, ahora por investigarse, permanecería intacta.
El Perú no se queda atrás en el ránking de impunidad. Quienes llegaron al poder predicando la anticorrupción, desde Alejandro Toledo hasta Martín Vizcarra, pasando por Ollanta Humala, Susana Villarán y Pedro Pablo Kuczynski, enfrentan denuncias, investigaciones o procesos por corrupción. Todos ellos no solo han pasado por alto la impunidad sino que esta, con el arraigo que tiene, constituye el perfecto salvavidas que puede servirles tanto para evitar una condena, obtener una absolución o, si es posible, retornar al poder.
La dominante posición del fujimorismo en el Congreso del 2016-2019 tuvo la oportunidad de legarnos reformas políticas que nos permitieran luchar con mejores armas contra la impunidad y la corrupción. Más pudo la vendetta política por la victoria electoral de Kuczynski sobre Keiko Fujimori que la reivindicación política y moral por los daños causados a la institucionalidad democrática del país durante la autocracia cívico-militar del 90 al 2000.
Gobierno o Estado que no esté honestamente decidido a desarticular la impunidad política y judicial está definitivamente condenado a hacer de su cruzada anticorrupción el Gran Teatro del Mundo.
Necesitamos procuradurías que defiendan al Estado de la corrupción desde adentro y órganos de justicia que realmente persigan delitos y provean sentencias firmes, para que todos dejemos por fin de vivir de la sospecha de medio mundo y del espejismo de prisiones preventivas maniáticas que pueden victimizar a un culpable como hundir a un inocente.