Hugo Coya

En la compleja telaraña en la que se ha convertido la política peruana, tejida con fibras de poder, ambiciones desbordantes, salpicada por personajes de baja estofa y rencillas rastreras, surge la silueta de Nicanor Boluarte, hermano de la presidenta Dina Boluarte, como reciente epicentro de la controversia.

Su citación por parte de la fiscalía, a raíz de las acusaciones que envuelven colusión y tráfico de influencias en torno de una asignación presupuestal de S/20 millones para obras en el distrito de Nanchoc (Cajamarca), no es solo una instancia aislada; es, más bien, un eslabón en una larga cadena de episodios en los que las acciones de los parientes de los gobernantes han oscurecido las gestiones con sus sombras.

En los susurros del pasado, las crónicas desvelan a Luis Hurtado de Mendoza, hijo del virrey García Hurtado de Mendoza, que gobernó entre 1589 y 1596. En este laberinto de recuerdos, emerge él, cuyas manos no temían ensuciarse con el oro de los sobornos. En 1561, los encomenderos de Lima le entregaron 20.000 pesos, buscando la influencia paterna para el lucrativo “quinto real”. Al año siguiente, en Cusco, repitió su juego de poder, aceptando sobornos para el derecho de explotar las minas de Potosí.

En los tiempos republicanos, situaciones similares se suscitaron durante distintos regímenes, pasando por la era de Augusto B. Leguía hasta llegar a los tiempos de Alberto Fujimori y Alejandro Toledo, solo por citar algunos ejemplos. Los hermanos, hijos y otros familiares cercanos como protagonistas recurrentes en controversias y acusaciones de corrupción.

Retazos de historia, aunque distantes, aún resuenan, recordándonos lecciones antiguas en ecos que trascienden el tiempo.

La historia de Nicanor Boluarte parece adentrarse ahora en esta tradición. La revelación de que cinco de los siete investigados en este caso están registrados como proveedores del Estado sugiere un entrelazado de intereses personales y profesionales que trasciende los límites de lo ético.

Además, las acusaciones presentadas por el programa “Cuarto poder” sobre supuestos sobornos para nombramientos de subprefectos, presuntamente destinados a beneficiar al partido político Ciudadanos por el Perú, añaden una capa adicional de complejidad y preocupación a este caso.

Algunos medios periodísticos barajan la hipótesis de la existencia al interior del Gobierno de dos bandos, uno encabezado por Nicanor Boluarte y otro por el jefe del Gabinete Ministerial. No obstante, Alberto Otárola ha salido en defensa del hermano de la presidenta y ha dicho que este no ha participado en ninguna actividad gubernamental.

De hecho, celebrar su cumpleaños con proveedores del Estado siendo el hermano de la presidenta no es un acto oficial, aunque representa, como mínimo, un evidente conflicto de intereses, una falta ética de grandes proporciones que estimula las suspicacias.

Peor aun cuando el informe del programa dominical señala que Nicanor Boluarte estaría impulsando su partido con el apoyo de funcionarios públicos que solicitan dinero y firmas para su inscripción.

Esta situación nos obliga a reflexionar sobre los patrones de influencia y corrupción que parecen repetirse en diferentes gobiernos y administraciones. No solo nos enfrentamos a las acciones de un individuo, sino a un problema más amplio y arraigado en nuestra cultura política.

Más allá de la citación de Nicanor Boluarte y del procedimiento legal, las autoridades y la sociedad en su conjunto deben mirarse en el espejo de su historia y examinar aquellas malsanas dinámicas de poder que todavía persisten.

Mientras Nicanor Boluarte se prepara para su declaración, la ciudadanía debería auscultar el pasado y el presente. El nuevo escándalo debería constituir una oportunidad para aprender y avanzar hacia una política más transparente.

También debería ser un recordatorio de que los pasos hacia una transformación son lentos y a menudo dolorosos. El nuevo capítulo en la política peruana, con ecos de antiguas historias, nos tendría que invitar a pensar sobre el país que estamos construyendo y sobre cómo las decisiones y acciones de unos pocos influyen en el destino de muchos.

La situación de Nicanor Boluarte representa, en muchos sentidos, un microcosmos de un tema recurrente: la influencia de los lazos familiares y personales en el poder público. En este último existe, además, un deterioro en la confianza ciudadana. La pésima popularidad de la presidenta Dina Boluarte y del Congreso es un reflejo claro de este fenómeno.

Cada nuevo caso, incluido el de Nicanor Boluarte, erosiona aun más la fe de los ciudadanos en sus líderes y en el sistema político. La situación actual es un llamado de atención sobre la necesidad urgente de una reforma política.

De más está decir que enfrentamos una crisis de legitimidad y credibilidad. Los ciudadanos, cansados de promesas incumplidas y conductas cuestionables, demandan un cambio real. La baja popularidad de las figuras políticas no es solo un síntoma de descontento, sino también un claro indicador de la necesidad de líderes íntegros y transparentes.

En este drama político –reminiscente de las novelas de la escritora española Almudena Grandes–, los personajes y sus acciones nos desafían a considerar cómo los hilos del poder, a menudo engarzados en la intimidad de relaciones familiares y personales, pueden configurar el panorama de una nación.

En última instancia, el caso de Nicanor Boluarte no solo pone a prueba de nuevo al sistema judicial y político, sino también la conciencia colectiva de una nación que busca forjar un futuro en el que el poder y la responsabilidad caminen de la mano, alejados de las sombras de la duda y la corrupción.

Hugo Coya es periodista