Carmen McEvoy

La administración político-militar de la Guerra del Pacífico, que concluyó con la amputación territorial de Tarapacá seguida del cautiverio de Tacna y Arica que también perdimos, fue un verdadero desastre. Por un lado, la guerra empezó con un presidente, Mariano Ignacio Prado, que salió entre gallos y a medianoche a comprar barcos y concluyó, si tomamos en cuenta la ocupación, con un golpista consuetudinario, , cuya única preocupación fue colocar a sus allegados en el gobierno y mantenerse en el poder. Manuel Atanasio Fuentes, quien emitió una serie de juicios lapidarios contra el breve régimen, de “farsas y bromas”, en el que se crearon innecesarias jefaturas político-militares, pero también legiones de mérito, míticas ciudades como “Ciudadela Piérola” da cuenta de la ineptitud y la degradación de la clase política peruana. El enmascaramiento, con imágenes quiméricas, de una realidad a todas luces inmanejable, se combinó con la religión, el relajo, la corrupción y la fe en una victoria imposible sobre un invasor que a pesar de tener un estado débil contó con burocracias entrenadas y una misión clara: vencer y anexarse las riquísimas salitreras de Tarapacá de las cuales dependía su sobrevivencia.

En junio de 1880, luego de la fracasada batalla de Arica y en medio del inicio de la destrucción sistemática del aparato productivo peruano por parte del ejército chileno, Piérola señaló: “Que quemen, que arrasen nuestras indefensas poblaciones, que talen nuestros campos si pueden; estamos resueltos a todo, no renunciaremos la vindicación de nuestro derecho, no cederemos una pulgada de nuestro suelo, no aceptaremos la paz que nunca serán capaces de imponernos”. Agregando, además, ese elemento mesiánico que lo caracterizó a lo largo de su tumultuosa carrera política: “No soy sino el medio por el cual el país manifiesta su deseo, que es el de vengar la honra de la República. No tenemos elementos marítimos ni terrestres, pero tenemos todo, porque tenemos la ambición santa que guía al patriotismo de los peruanos en su único deseo”.

En una ciudad como Lima, dada a la representación y al teatro, las condiciones histriónicas de Piérola y su círculo de seguidores ayudaron, mediante una serie de declaraciones públicas, además de artículos periodísticos, a olvidar que lo peor aún no había llegado. Entre el 15 y el 17 de enero, luego de la salida apresurada del dictador hacia la sierra, la capital peruana vivió, probablemente, la más dolorosa de sus jornadas. Ciertamente, la tres veces coronada fue el espacio donde se encarnaron con mayor intensidad la violencia, el dolor, la humillación y la desesperación que la guerra, y posterior ocupación, acrecentaron.

Tuve la oportunidad de revisar en el Archivo de la Nación de Chile los telegramas enviados por diversos destacamentos peruanos, en las horas previas a la derrota en San Juan y Miraflores, al comando central, solicitando auxilio urgente. La respuesta nunca llegó y, por si ello no fuera suficiente, esas voces desesperadas demandando por ayuda (“estamos solos”) terminaron en un archivo chileno, como ocurrió con buena parte de nuestros documentos de gobierno, libros e incluso tesoros culturales. La fragilidad del Estado, la corrupción culpable de la vampirización de buena parte de sus recursos, la lucha permanente por asaltar el poder para disfrutar y repartir prebendas entre los compadres, la polarización política y el abismo social nos pasaron una factura devastadora en 1881. Guardando todas las distancias del caso, observamos un panorama similar en la respuesta de la presente administración ante una catástrofe ambiental que pudo evitarse o al menos paliarse si existiera responsabilidad y un amor sincero por el . Porque la indignación que va en aumento, entre una población inerme y traumatizada, no tiene como única causa la ausencia de planificación y prevención, mediante políticas públicas que consideren nuestro complejo territorio y la seguridad de millones de compatriotas, sino la indolencia de quienes nos han venido “gobernando” por décadas, incluido el expresidente , más preocupado en desguazar y desplumar al Estado que en leer el informe donde se le advertía sobre el desastre en ciernes.

En medio de tanto dolor e impotencia, porque tuvimos los recursos para que esto no ocurriera, aparecen historias entrañables como la del niño rescatado del lodo por un vecino valiente y caritativo que nos devuelve la esperanza en nuestra humanidad. Pero no nos engañemos. Al crear la ficción del heroísmo individual, pienso en Miguel Grau, el inepto, corrupto y violento Estado Peruano evade sistemáticamente una política frente un cambio climático cuyos efectos serán brutales en los años por venir, al igual que la crisis económica rampante, detenida hace algunos días de manera artificial. Y en ese escenario estar solos significará ni más ni menos que la muerte masiva y la destrucción del futuro del Perú.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora