Una uña larga se arrastra sobre una pizarra vieja, seca, y la piel se nos engallina. Una caja de tecnopor frota contra otra y su chirrido incomoda, nos repele. Con solo evocar estos estímulos la reacción física, involuntaria, nos sobreviene, los dientes se destemplan y un escalofrío nos recorre. Nos escarapelamos, o, como dicen otros hispanohablantes, nos produce dentera, grima, repelús.
Me intriga, pero no me preocupa que los vellos se me ericen ante tonteras, me asusta, en cambio, que esa reacción repulsiva se extienda a situaciones que merecen mi atención e indignación. Esta semana, al leer la noticia de una bebita de 11 meses, violada y asesinada por su padre, he sentido el mismo impulso evasivo que me produce la arena entre los dientes. He querido cambiar de canal, cerrar la página web donde aparece la cara del depredador para evitar siquiera pensar en el cómo, en el porqué, para no imaginar el llanto. He tenido que sobreponerme a esa sensación indescriptible de desasosiego para enfrentar la información sobre una muerte macabra que coronó la existencia breve y triste de una criaturita que no pidió llegar a este mundo para ser martirizada. Porque un padre que viola a su niña de 11 meses antes de irse a trabajar es un sádico, un sujeto definido por la maldad que ha actuado antes, que lo ha hecho siempre.
¿Qué calvario vivió esa niña durante 11 meses? ¿Quién la protegió si su madre se embarazó de ella a los 14 años fruto de una violación? Pero hay una parte de esta monstruosidad a la que nos tenemos que enfrentar, aunque nos cueste. Basta ya de soportar el discurso delirante de la protección de la familia a priori, como si no existieran familias horrendas. Basta de romantizar el nacimiento de todo niño, porque es una criaturita de Dios, cuando cada día es más evidente que una vez que ese feto sale de la barriga de una adolescente violada, a nadie le importa qué tipo de vida le espera. Ni el Estado ni la Iglesia ni los miles de marchantes de “Con mis hijos no te metas” darán la cara por las consecuencias de las estupideces que promueven. Porque sí, hay que ser estúpido para pelear por la “vida” de un feto de 48 horas de gestado, antes de averiguar cuál fue el destino de todos esos niños concebidos en el horror del ultraje. Hay que ser perverso para no entender que los hogares, donde se producen la mayor cantidad de violaciones sexuales, no deben ser los únicos lugares en los que los niños y niñas reciben educación sexual.
Nos hemos dejado apabullar por un griterío histérico de personas que, con recursos, manipulación y mucha mentira, posicionan un discurso irracional. Se ha cerrado la posibilidad de reflexión, y mientras violan a bebitas en sus casas, dentro de familias que encajan con el patrón (único requisito indispensable) de papá, mamá e hijitos, se posicionan discursos cada vez más simplistas que creen que esto se resuelve castrando o matando violadores como si el problema estuviera en sus genitales y no en la mentalidad de una sociedad profundamente machista.
Seguro me insultarán y acusarán de mil atrocidades, nueva moda de la locura conservadora, para desacreditar a quienes defendemos el derecho a que los niños lleguen al mundo deseados. Me lo gritarán quienes marchan junto con el pastor evangélico José Linares, capaz de fundar asociaciones provida y al mismo tiempo embarazar a su hija de 13 años.
Me banco sus estúpidos insultos. Ya es hora de que levantemos la voz por niñas que llegan al mundo porque su padre invadió con su sexo y con violencia el cuerpo de su madre, para después hacer lo mismo con ellas. Porque ya viene siendo tiempo de pelear para que ninguna criaturita más nazca condenada a ser ultrajada una y otra vez por la ignorancia y por el fanatismo.