Niños España
Niños España
Santiago Roncagliolo

Mi hijo es un agitador. El sábado, el Gobierno Español pidió la destitución del gobierno catalán en pleno por su empeño independentista. Esa misma tarde, en protesta, miles de catalanes salieron a la calle con banderas soberanistas. Y mientras todo esto ocurría, al niño, de 9 años, se le ocurrió ir por Barcelona luciendo su camiseta de la selección española de fútbol, con todo y su escudo. Una clase magistral de falta de tacto.

Mientras lo llevaba a casa de un amiguito, mi esposa le preguntó:
–¿Te parece buena idea ponerte esta camiseta justo hoy?
Él se puso dramático:
–¿Qué quieres? ¿Que me esconda? ¿Que niegue lo que soy?

Hubo que responderle que no. Sin embargo, comprendí que eso es lo que llevamos tiempo haciendo mi esposa y yo.

Cada vez más, nuestro entorno familiar se limita a la gente que piensa como nosotros. Yo siempre me he preciado de hablar con todo el mundo, nacionalistas o no, izquierdistas o derechistas. Pero las cosas se han crispado tanto que autosegregarse es la única manera de evitar malos ratos y trifulcas estériles. Es que las posiciones en Cataluña ya no son puntos de vista, sino planetas diferentes en órbitas incompatibles. En las conversaciones que aún podemos tener, siempre enumeramos a los amigos que ya no vemos, a los parientes con los que no tocamos el tema. Sabemos que, a muchos, ya no les hablaremos más.

Ojo: no quiero decir que solo sean insoportables los separatistas. A fuerza de invocarlo a cada minuto, el independentismo ha conseguido sacar lo peor de España. Muchos catalanes apolíticos, incluso españolistas, son hostigados y acosados en el resto del país, donde su origen los convierte automáticamente en sediciosos. Más aún: grupos fascistas españoles, que hasta hace poco repugnaban por igual a todo el mundo, se presentan en las manifestaciones para golpear a los que no piensan como ellos. Me refiero a fascistas de verdad, de los de palmas extendidas y símbolos imperiales (hay que aclararlo porque, en este contexto, esa palabra la usan todos para definir a quienes no están de acuerdo con ellos).

La histeria ha alcanzado tal grado que una versión de la ópera “Carmen” de Bizet ha debido ser reformada para su estreno en Madrid. Se han eliminado las escenas de un par de personajes que friegan el suelo, pulen un carro y se limpian el trasero con una bandera española. El mismo director, Calixto Bieito, ya había presentado ahí un “Wozzeck” con cadáveres desnudos, trepanaciones y vómitos. Aquel montaje deliberadamente provocador no fue censurado. Pero en estos momentos, no se puede andar bromeando con ninguna bandera.

En medio de la crispación, el sábado, mi hijo se paseó desvergonzadamente con su símbolo de españolidad por Barcelona. Como tiene el sentido higiénico de un futbolista de 9 años, el domingo se lo volvió a poner. Y jugó toda la tarde con un montón de chicos, algunos de ellos con camisetas independentistas. Para sorpresa de los grandes, pero no de los pequeños, no pasó nada. Simplemente, jugaron. Bromearon un poco sobre el tema. Nadie se enfadó.

En España, los niños se han vuelto más civilizados que los adultos. Ellos pueden pensar diferente y respetarse, mientras nosotros nos damos palizas o nos escupimos a las caras. Y cuando los mayores imponemos nuestras razones e insultamos a los que piensan diferente, nuestros hijos están ahí, con un café y un cigarrillo, mirándonos con sorpresa y preocupación, diciéndose entre ellos:
–Quizá deberíamos controlar a nuestros padres.
–¿Te parece apropiado que les pegue un grito?
–No, por favor. No te rebajes a su nivel.