Gonzalo Zegarra

Al menos tres artículos de opinión en estas mismas páginas han abordado con preocupación, en los últimos días, las coincidencias entre la derecha liberal y la conservadora en el Perú. Augusto Townsend (1/4/23), Gonzalo Banda (5/4/23) y Gonzalo Ramírez de la Torre (6/4/23) han alertado a nuestros liberales sobre la inconsistencia conceptual y los peligros políticos de mimetizarse con sectores con los que solo comparten enemigos en común; las izquierdas. Santiago Carranza-Vélez, en “El reporte” (2/4/23), intenta explicar dicha alianza afirmando que la derecha liberal economicista ha perdido contacto con la realidad y con los valores fundacionales de la civilización, y ha devenido funcional a la izquierda autoritaria, por lo que “la derecha más dura, populista en algunos casos, nacionalista en otros, ha comenzado a ganar espacio”.

Banda cita a Simon Kuper que, en el “Financial Times” (12/1/23), evocaba la pieza teatral “Cándido y los incendiarios”, del escritor suizo Max Frisch, para metaforizar cómo las derechas moderadas acogen a las furiosas, ya no solo a nivel local, sino hemisférico (Occidente). La referencia me resonó visceralmente, porque yo mismo había citado esa obra tiempo antes (9/10/21) gracias a mi hermano Álvaro, con la sutil diferencia de encontrar el parecido con la izquierda peruana, no con la derecha. Frisch, que es uno de mis escritores favoritos (por su novela “Homo Faber”), no alude a izquierda o derecha, pero Cándido es un empresario y, tal vez, como especula Kuper, su sensibilidad poshitleriana (la obra es de 1953) apunta más a los peligros de la diestra.

Pero lo incontrolable es el extremismo, no cuál de los extremos se controla o no. Escribí en octubre del 2021: “La piromanía de Bellido-Cerrón fue interpretada por representantes de la izquierda, la izquierda ‘moderada’ y hasta algunos exponentes del centro, como expresión popular, cuando claramente desafiaba la institucionalidad y hasta las más elementales normas de convivencia”. Eso aplica hoy, incluso con mayor intensidad, a la oposición violenta contra el actual gobierno –sin que ello justifique, por cierto, los disparos contra transeúntes o manifestantes pacíficos–. Cándido, entonces, no son solo los derechistas, sino todos aquellos demócratas que, con ingenuo buenismo (25/2/23), condescienden con las versiones más radicales de su propio sesgo.

“El pensamiento de Aristóteles sobre la democracia es más relevante que nunca”, escribió el filósofo británico Julian Baggini en la revista “Prospect” en mayo del 2018. Baggini alude a que el problema de la democracia es que socava el Estado de derecho, porque la voluntad popular –plebiscitaria la llamaríamos ahora– puede revocar o burlar las leyes y las libertades. Pero eso era así en la democracia griega, donde su esencia era solo ser el gobierno del pueblo. Desde hace unos 250 años, la democracia, además de voluntad popular, implica mecanismos republicanos y valores liberales. Por eso el politólogo norteamericano Robert Dahl –y, en Latinoamérica, el argentino Guillermo O’Donnell– hablaba de “poliarquía” para referirse a la democracia moderna. En ella confluyen varias “arquías” u órdenes: el estrictamente democrático (popular), el republicano (imperio de la ley) y el liberal (derechos inalienables).

El problema actual de la democracia y la crisis por la que atraviesa en el mundo es que existe una tensión entre esas arquías, que no conviven pacíficamente en la práctica. En parte, porque algunas élites intelectuales y económicas han empujado agendas progresistas o liberales sin esforzarse (lo suficiente) por convencer a la voluntad popular sobre su conveniencia. Y la reacción populista es antiliberal y furiosa, como describe Baggani, a ambos lados del espectro. No es una reacción puramente ideológica, sino psicológica. Como describe el politólogo Adam Garfinkle en su ensayo “The Darkening Mind”, el problema es la mentalidad (premoderna, preexperimental, precientífica) de suma cero: lo que tú ganas me lo quitas a mí, no existe el ‘win-win’ ni, por tanto, la negociación, el consenso, la colaboración. Pero sin ellos –sin mentalidad de suma positiva– la poliarquía es imposible.

Y aunque esa extravagante y reciente –la humanidad tiene 300.000 años– combinación de regímenes es por cierto harto improbable e imperfecta y para nada un destino manifiesto, la verdad es que es la que más progreso, felicidad y (aproximación a la) justicia nos ha procurado. Y la que mejor ha logrado, mal que bien, mantener a raya a los incendiarios o, como los llamaba Basadre, los incendiados.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gonzalo Zegarra M. es consejero de estrategia