Las 46 muertes que se han dado desde el inicio del mandato de la presidenta Dina Boluarte han llenado de horror el debate político. No es para menos, si por una fracción de ello cayó el gobierno de Manuel Merino, en noviembre del 2020, o si se recuerda el Baguazo de junio del 2009, otro episodio doloroso de la historia reciente, que causó la caída de un gabinete.
En ningún caso debe justificarse una muerte, sobre todo si pretendemos vivir en democracia. Una acción sediciosa o ilegal se penaliza, para lo que el Estado dispone de instrumentos legales y disuasorios. La acción armada no es la única respuesta posible, sino, más bien, el último recurso. ¿Cuántas situaciones extremas se enfrentaron durante la última semana en Puno?
Debe verse la convulsión social en su real dimensión para poder entender qué enfrenta la sociedad peruana o encontrar algo cercano a una salida, una aspiración que resulta crecientemente difícil. Las simplificaciones abundan, pero nos privan de la búsqueda de un atisbo de solución duradera.
Carlos Basombrío procura un ejercicio en este sentido, enfatizando, por ejemplo, la lógica militar a la que responde una toma de un aeropuerto o, como ocurrió en diciembre, el ataque a objetivos estratégicos, algo que “no corresponde precisamente al perfil del ciudadano que solo protesta para que sus demandas sean atendidas” (El Comercio, 11/1/2023).
La protesta, que al cierre de esta columna implicaba un enfrentamiento en Cusco para contener la toma del aeropuerto local y se anunciaba creciente en al menos tres regiones más, parece desbordada y los canales de diálogo, rotos. Es difícil, por lo demás, propiciar algún punto de acercamiento si a una agenda maximalista y violenta de los manifestantes se opone un Ejecutivo que parece perderse entre la falta de reflejos y la distancia. Se dice que es necesario el diálogo, pero ¿entre quiénes? ¿Con qué condiciones?
Por lo demás, como una muestra de lo relativa que resulta la aplicación de la ley en el Perú del siglo XXI, el desborde social cargado de violencia se da en medio de un estado de emergencia. La autoridad ha sido ya desbordada y se ha llegado, al parecer, a un punto de no retorno. Si el bloqueo de carreteras es una acción ilegal, hacerlo en medio de un estado de excepción resulta una alevosa muestra de poder por parte de los actores de la protesta.
No debe extrañar, en consecuencia, que luego no se hallen responsabilidades individuales en las numerosas muertes de civiles, efectivos policiales o personas que no recibieron atención médica por acción de los manifestantes.
Frente a ello, el Congreso, aquella colectividad que hace que se etiquete a todos sus integrantes de un solo modo, parece alejado de las expectativas ciudadanas. El blindaje al congresista Freddy Díaz en la previa de la investidura de Alberto Otárola parece la cereza de un pastel hecho de insensateces al que a veces se aboca el Parlamento.
¿Qué se verá en unas semanas, cuando deba ratificarse el adelanto de los comicios para abril del 2024? ¿Cómo se comportarán los parlamentarios si la situación se complica aún más y el adelanto de las elecciones se vuelve una demanda no negociable?
Habiendo completado su primer mes en el cargo, y quizás sin terminar de notarlo, el gobierno de Boluarte enfrenta una terrible disyuntiva: reprimir, con el riesgo de repetir los lamentables estropicios que han costado vidas, o abdicar de su rol y dejar que la protesta crezca, se extienda y se consolide. En ambas posibilidades, abril del 2024 parece un mes muy lejano. Casi inalcanzable.