Hace unos años, muchos soñábamos con que el bicentenario nos encontrara con un país enrumbado; uno que hubiese empezado a transformar dos décadas de gran crecimiento económico en algo más sólido y sostenible, en algo que podríamos llamar desarrollo.
Distingo ambos conceptos con cierta arbitrariedad, pensando en el desarrollo como un proceso que, en base al crecimiento, incrementa la igualdad de oportunidades y derechos para acceder a los beneficios de aquel.
¿Qué se necesita para este tránsito? Igualdad de oportunidades; a saber, que el Estado provea un acceso suficiente a servicios básicos de calidad para todos los ciudadanos. Ello no impide que los privados ofrezcan servicios adicionales, pero evita que los que no puedan pagar estos queden fuera. Necesitamos un piso común de acceso a la salud, educación, seguridad, justicia e infraestructura, que nos permita ser “competitivos” y no depender del dinero, el clientelismo o la corrupción, para salir adelante. O, simplemente, que esta posibilidad desaparezca.
¿Ello demanda más presupuesto? ¡Claro! De hecho, desde hace casi 20 años los montos asignados a dichos rubros han crecido, por lo que, pese a múltiples carencias, estamos en mejor pie que hace dos décadas.
Pero tan importante como los recursos asignados es garantizar su uso oportuno, productivo, transparente y probo. Y en eso creo que no hemos avanzado casi nada (si es que no hemos retrocedido). Salvo en ámbitos específicos, ni siquiera se ha esbozado una gran reforma del Estado para que lo anterior sea posible. Se requiere coraje y visión, cuando la gran mayoría de nuestros políticos vive en el cortoplacismo, la mediocridad y la demagogia. Y, en honor a la verdad, no veo en el borroso horizonte político hacia el 2021 que esto vaya a cambiar.
El otro gran sueño es el de contar con instituciones republicanas y democráticas que nos igualen, esta vez como ciudadanos. Unas que no estén penetradas por la corrupción o dominadas por la desidia. Que no dependan de personajes que se sienten providenciales. Que vayan sentando precedentes de buen gobierno.
Para avanzar en esta aspiración fue clave que se descubrieran a ‘Los cuellos blancos del puerto’; que fue la gota que derramó el vaso. Nauseados, amplios sectores de la población se convencieron de su urgencia. Al punto de que, hace un par de años, parecía que las reformas de la política y de la justicia serían el legado de esta generación para el bicentenario.
Es triste decirlo, pero ello no está ocurriendo. Es evidente que la historia se repite en el Congreso, en donde la gran mayoría es un ejemplo perfecto de lo que no debe de ser el manejo de lo público. Los congresistas actuales repiten los peores vicios de sus antecesores y hasta agregan nuevos. En sus manos quedaron los cambios que se necesitaban y que ya no se pueden dar: bicameralidad, primarias abiertas para democratizar la vida política y evitar decenas de logos inútiles en la cédula final, entre otros.
Hay otras modificaciones aún pendientes de decisión, pero soy escéptico de que, pese a la perseverancia de unos pocos, se logre eliminar el voto preferencial. Incluso la norma que impide la postulación de condenados en primera instancia está en veremos (viendo algunos prontuarios es fácil entender el porqué). Y queda por conocer si el pleno aprobará controles más efectivos para la financiación de las campañas políticas.
A esto, sumémosle que, salvo Reniec, las otras instituciones que se encargarán de garantizar nuestro derecho a elegir cargan con una tremenda mochila. La ONPE –que ojalá su nuevo titular pueda regenerar– permitió, según las investigaciones fiscales, la influencia de ‘Los cuellos blancos del puerto’ para, entre otras cosas, inscribir fraudulentamente a Podemos Perú; un “partido” cuyos congresistas fungen hoy como justicieros y que hasta cuenta con candidato presidencial (si es que no es condenado por homicidio). Además, decisiones claves del Jurado Nacional de Elecciones (JNE) en la campaña del 2016 habrían sido tomadas en base a coimas que no se pagaron; o, eventualmente, que sí.
En el caso de las instituciones del sistema de justicia me concentro, por su actualidad, en el Tribunal Constitucional (TC). No ha sido esta una institución exenta de controversias ni de sospechas de favoritismos, pero ahora este Congreso debe elegir a seis de sus siete miembros. Pese a que hay una norma para hacerlo mejor, los que tienen que aplicarla no lo son. Basta con citar al congresista José Luna Morales –que, junto con Cecilia García (“chapa tu choro” y “quema tu banco”), son baluartes del ya mencionado Podemos Perú–, quien ha declarado hace poco: “no vamos a permitir que siete magistrados elegidos a dedo decidan la vida o la muerte de millones de peruanos que sufren las malas decisiones de este gobierno”. Léase: “vamos a poner magistrados que hagan lo que nosotros queremos”.
¡Qué lucha cuesta arriba por construir país! Pero no queda de otra, sino seguir bregando.