“Solo sé que nada sé”, la frase atribuida a Sócrates, se deduce de un fragmento de la “Apología de Sócrates” en el que Platón reproduce una frase suya durante el juicio: “Este hombre, por una parte, cree que sabe algo mientras que no sabe. Por otro lado, yo que igualmente no sé tampoco, creo saber algo”. En realidad, Sócrates no estaba afirmando que él no sabía nada, sino que es difícil, en cualquier circunstancia, llegar a una certeza total.
¿Qué podrían decir del mundo actual las personas que pronosticaban con fe absoluta lo que iba a ocurrir? En los años 90, Francis Fukuyama afirmaba que el planeta había llegado a la conclusión de que la democracia y el capitalismo eran el modelo final de cualquier sociedad. Según Fukuyama, en “El fin de la historia” (1992), después de la caída del muro de Berlín, había llegado el fin de la guerras y las revoluciones. En realidad, el sueño de todo mortal, según él, era vivir (triunfar) en una sociedad al estilo estadounidense de entonces. Bueno, todo parecía muy fácil. No había más vueltas que darle. Estados Unidos era la realización del sueño universal.
En febrero de 1993, unos meses después de la publicación del libro de Fukuyama, un atentado en las Torres Gemelas puso en duda toda su argumentación. Este suceso evidenció que había algunos que no aceptaban el modelo estadounidense a tal punto de que eran capaces de morir atacándolo. Entonces, ¿el mundo no está regido por la política o la economía, sino por la religión y la cultura? Vaya, vaya. Luego las respuestas llegaron desde “El choque de las civilizaciones” (1996), tal como las planteó Samuel Huntington. Hoy en día, la democracia y el sistema capitalista están amenazados en todo el mundo. Parece haber llegado la hora de los autócratas.
Hace poco se decía que no habría más guerras en vista de que los intereses económicos trasnacionales las hacían inviables. Si las empresas eran más poderosas que los gobiernos, estas evitarían cualquier conflagración. Sin embargo, esta semana todos nos hemos hundido en lo que puede ser el inicio de una guerra mundial. Sus primeras consecuencias serán la subida de la gasolina, del trigo y una gigantesca inestabilidad. La historia progresa, pero también se muerde la cola.
En el Perú, hace poco menos de un año, apareció la figura del hombre de Rousseau con sombrero. Algunos vieron al profesor de Cajamarca como el símbolo de una renovación inocente de la política. Hoy sabemos que el Gobierno es un grupo desorganizado de funcionarios, muchos de ellos incompetentes y acusados de corrupción.
Era una convicción amparada por la tradición de la izquierda. Según ella, la historia confluye hacia un fin: una sociedad sin clases. De acuerdo a los defensores de esa tesis, entre ellos José Carlos Mariátegui, todo avanzaba en esa dirección. El capitalismo industrial reemplazaría al feudalismo, crearía a la clase proletaria y esta se iba a levantar contra el sistema. Hay que prepararse, camaradas. La lucha de clases, motor de la historia, era indispensable para lograr el objetivo. Era por eso que los fines justificaban los medios. Ya sabemos a qué fines llevó esa consigna.
En lo personal y en lo colectivo, trazamos planes y metas y podemos trabajar en su búsqueda. Pero nada los garantiza. Entre los griegos, la esfinge definía los destinos de los seres humanos. La respuesta de Sócrates en su tiempo fue revolucionaria, hoy es moderna. Ya decía Francisco de Quevedo: “Nada me desengaña. El mundo me ha hechizado”. Orson Welles agrega una explicación. Nada puede preverse porque “el ser humano es un animal enloquecido”.
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