La minería es uno de los principales motores del crecimiento económico en el Perú. De hecho, nuestro país tiene la capacidad de convertirse en un país del primer mundo, pero nuestra debilidad institucional nos ha impedido lograrlo. Hasta ahora. El mal manejo de los conflictos sociales y la violencia desatada, sumada a la renuncia del Estado a imponer la ley y el orden y a responderles a los ciudadanos nos está convirtiendo en un estado fallido.
La falta de Estado en zonas alejadas de la capital ha hecho que las grandes empresas deban asumir roles que le competen a este. Los ciudadanos se han acostumbrado a la corrupción e incapacidad de las autoridades y, ante la falta de respuesta a sus necesidades, prefieren ir a reclamarle a la empresa privada. Cuando las demandas son inaceptables, recurren a la violencia, que ha sido legitimada como mecanismo válido de negociación. Y si bien la protesta es un derecho ciudadano, ejercerla a través de la violencia no lo es. Es un delito. Como lo es la coacción para forzar a un privado, sea una persona o una empresa, a entregar algo que le pertenece.
El impacto positivo de la minería es tangible. En Apurímac, por ejemplo, la pobreza se redujo gracias al desarrollo de la minería, de 72% en el 2009 a 20% en el 2019. Sin embargo, existen notables brechas de desarrollo entre las zonas urbanas y las zonas rurales y grandes necesidades insatisfechas. La pobreza está relacionada con falta de acceso a servicios de educación y salud. Mas del 89% de la población en Apurímac se desarrolla en la informalidad, 97% en el caso de la población pobre.
En un Estado de derecho solo el Estado tiene la capacidad de ejercer el monopolio de la legítima violencia. Esto es, solo el Estado puede hacer uso de la fuerza (imposición del orden, persecución y sanción de delitos), en defensa de la ley, las libertades, la propiedad privada y la seguridad de los ciudadanos. Pero la falta de Estado para garantizar la correcta aplicación de la ley y la administración de justicia hace que los ciudadanos estemos solos frente a los grupos violentistas, sin la capacidad para defendernos y sin tener a quién recurrir.
De hecho, en zonas de conflictos sociales, las autoridades responden en mayor medida a los violentistas que a quienes buscan resolver los conflictos a través del diálogo. Y los políticos de izquierda han utilizado estas plataformas, impulsando el odio hacia el empresario y la lucha de clases para llegar al poder.
La incapacidad del gobierno de Pedro Castillo para enfrentar la violencia desatada contra distintas operaciones mineras viene afectando seriamente nuestra viabilidad económica, poniendo en riesgo empleos, reduciendo la recaudación y desalentando la inversión privada. Pero, además, pone en riesgo la vida de los trabajadores mineros y sus familias. La minería genera 230.000 empleos directos y 1,8millones de empleos indirectos. Es decir, uno de cada ocho empleos en el Perú está vinculado a la minería.
Mientras tanto, las mesas de diálogo difícilmente han tenido los resultados esperados. Lograr prebendas de la empresa minera no puede ser considerada una solución positiva. Ya que, como hemos visto, años más tarde, las comunidades vuelven por más dinero.
Los reclamos de las poblaciones en pobreza son legítimos y deben ser escuchados. El Estado tiene que cumplir con su obligación de proveer infraestructura y servicios de calidad a las poblaciones, y la empresa privada tiene la capacidad de apoyar al Estado a través de la ejecución de proyectos vía Obras por Impuestos. Pero, además, para lograr escapar de la pobreza necesitamos invertir en proyectos de desarrollo económico, donde las personas en el campo sean vinculadas a cadenas productivas para lograr desarrollarse.
La violencia y el desgobierno están impidiendo que el país progrese. Y el anuncio de una crisis alimentaria en el futuro cercano empeora la situación. El sector privado tiene el poder y la capacidad para contribuir a detener la crisis y reencauzar el futuro del Perú. ¿Nos atrevemos?