“España es el país con el segundo mayor exceso de muertes registradas durante la pandemia. Desde principios de marzo a finales de mayo se han registrado 47.000 muertes más de lo normal, lo que supone un exceso del 45%, que solo supera Perú (54%)”.
Así empezó el diario español “El País” su artículo del sábado último, donde, con data de una veintena de naciones de Europa y Latinoamérica, comparó los registros oficiales de personas fallecidas en dichos meses con las muertes que se esperan en un año normal. Este indicador es útil para dimensionar el impacto de la pandemia porque no está condicionado por la cantidad de pruebas realizadas ni por los criterios clínicos locales para determinar causas de defunción.
En el Perú, según la data abierta del Sistema Informático Nacional de Defunciones (Sinadef), cada mes mueren aproximadamente 9.000 personas. Y así fue hasta marzo de este año. En abril, las muertes registradas subieron a 12.275 (1.770 oficialmente atribuidas al virus) y en mayo se dispararon hasta 23.410. De estas últimas, 2.802 fueron oficialmente atribuidas al virus. A ese desfase es al que se refiere el diario español, y que sostiene supera, en porcentaje, a todos los otros países analizados, muchos de los cuales ya están en etapas de desescalada.
Sabemos que hay un subreporte de muertes por COVID-19, pero no creo que podamos atribuir al virus la totalidad de fallecimientos adicionales. La agenda no COVID-19 –pacientes con enfermedades crónicas, urgencias, etc.– sigue ahí, aunque con dificultades para ser atendida. Ya antes del inicio de la pandemia, las limitaciones en el acceso a cuidados oportunos y de calidad llevaba a que el 41% de la población buscara atención médica en farmacias o boticas en lugar de acudir al primer nivel de atención médica. La cifra de estos meses sin duda será mayor, más aún considerando que el primer nivel de atención cerró para evitar la expansión del virus, y que la gente está con mucho temor de acercarse a una posta, clínica u hospital. ¿Cómo controlar el avance de la pandemia y, a la vez, retomar los servicios de salud para quienes requieren de atención que hoy no están recibiendo? La respuesta no es nada sencilla, pero necesitamos que las autoridades lo determinen y que los ciudadanos la sigamos.
Las investigaciones más recientes sobre cómo contener la propagación del virus se enfocan en cuatro factores que, combinados, multiplican el riesgo de contagio: muchas personas juntas, con poca distancia entre ellas, en espacios cerrados y por períodos prolongados. Para evitar más muertos, el Gobierno debe impedir que estos factores confluyan. El abordaje tardío que vimos en los mercados no puede repetirse en espacios como, por ejemplo, el transporte público.
No basta con publicar una norma; ahí es cuando empieza el trabajo de transmitir la estrategia a los ciudadanos. Insistimos en que falta comunicar permanentemente a la población mensajes claros, diferenciados según perfiles, que vayan logrando cambiar nuestro comportamiento. En lugar de decir “Guarda una distancia de dos metros con el prójimo”, decir “Imagínate una cama de distancia entre tú y los demás”. En vez de “En personas jóvenes, un 5% de casos se complican”, decir “La semana pasada falleció un joven deportista de 25 años por COVID-19”. Y así.
En el 2011, a propósito de las cifras de muertos civiles durante el régimen de Alberto Fujimori versus las dos administraciones que lo precedieron, un vocero del fujimorismo pronunció la hoy tristemente célebre frase “Nosotros matamos menos”. Hoy lo que estamos viendo es que todos los gobiernos nos fallaron. Fallaron en arreglar un Estado mal armado, en gestionar pensando en el bien común, en implementar políticas de largo plazo, en denunciar la corrupción pública y privada en todos los niveles y todas sus formas. Y todos, sin excepción, fallamos en construir esa ciudadanía que nos permita mirar más allá de nuestro beneficio propio. Los gobiernos no solo no mataron menos; es por ellos, y por nosotros, que hoy morimos más. Cambiarlo es, como pocas veces, una cuestión de vida o muerte.