"Nuestra mejor versión requiere de una fortalecida autoestima a partir de la autenticidad" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Nuestra mejor versión requiere de una fortalecida autoestima a partir de la autenticidad" (Ilustración: Giovanni Tazza).

En la vida, no se trata de ser alguien mejor pero distinto, sino de ser la mejor versión de uno mismo, concluí junto a uno de mis aconsejados empresariales en una sesión esta semana. Aplica también a organizaciones y países. Hoy, el Perú parece más cerca de su peor versión –no histórica, sino contextual– que de la mejor. Como es obvio, gran parte es por efecto del incompetente, cuando no lumpenesco, Gobierno de (20.11.21), pero no todo. Venimos desplegando hace tiempo una conducta autodestructiva por no entender que la convivencia debe ser un juego de suma positiva, no de suma cero, que no trata de destruir al otro, sino de tolerarnos –y ojalá también de apreciarnos– entre todos los que compartimos un espacio.

Después de la (en mi opinión, inminente) presidencial, ¿nos encaminamos hacia un estado superior de bienestar y convivencia o seguiremos deteriorándonos en una irreversible decadencia? ¿Cómo imaginamos, si es que imaginamos, esa mejor versión del Perú? Nuestra compleja diversidad, que es la fuente de nuestras mayores ventajas comparativas y potencialmente competitivas, nos hace también conflictuados. Decía el sociólogo Hugo Neira que los peruanos nos odiamos entre nosotros. Pero creo que, en el fondo, un lado nuestro se “autoodia” o no se “autoquiere” lo suficiente.

Observemos la autoestima nacional en otros países de la región –digamos Argentina o Chile– y contrastémosla con los elementos objetivos que la sustentan. Aunque ambos nos sacan ventaja material (relativamente reciente), el Perú no tiene parangón material y creativo en términos de la “materia prima” –en sentido literal y figurado– para potenciales logros futuros. Como corroboré al editar el libro para niños “Atlas del Perú” (23.10.21), somos únicos, la despensa ecológica y cultural del mundo. Pero no “nos la creemos” y hasta nos sentimos inferiores.

Nuestra mejor versión requiere de una fortalecida autoestima a partir de la autenticidad. Porque cuando somos verdaderamente nosotros mismos, nadie nos gana. De ahí el renovado orgullo nacional por el ‘boom’ gastronómico, ya insuficiente a estas alturas. En cambio, cuando intentamos imitar, nos va mal o ahí nomás. Quisimos copiar a los niños cantores de Viena, y nos salieron los Toribianitos. A Oscar Wilde, y tuvimos a Abraham Valdelomar. No es que estén mal, pero no son de clase mundial como nuestra comida, nuestros textiles, nuestras épicas históricas, nuestro folklore, nuestro turismo cultural, etc., muchos aún pendientes de descubrir y explotar. El arequipeño Pedro Paulet es un precursor de la astronáutica mundial, nada menos. ¿Qué hacemos tratando de copiar a otros países –los de la OCDE, por ejemplo– cuando podemos ser nuestra mejor versión en todos esos campos y muchos otros? Como decían los gurús del ‘management’, Jonas Ridderstrale y Kjell Nordstrom: “El benchmark solo nos llevará al medio”. Y añado: fijar como valla estándares de países desarrollados con casi nada en común con el Perú es poner la carreta delante de los caballos.

Si creyéramos en nuestro ilimitado potencial, nos querríamos más y seríamos más civilizados, honestos y productivos. ¿No hay acaso un desprecio por nosotros mismos en la omnipresencia de basurales a lo largo de nuestros espacios públicos? ¿No es la corrupción, en parte, producto de la incapacidad psicológica de ganar sin hacer trampa? ¿No son la envidia y la alegría por la desgracia ajena producto de la insuficiencia de méritos y logros propios? Como sostiene el psicólogo social Jorge Yamamoto, las intrigas de ese tipo gatillan conflictividades que perjudican la productividad de los trabajadores peruanos.

Decía el neurólogo portugués José Damasio en “El error de Descartes” que la razón y las emociones están indesligablemente unidas, incluso en sentido físico, porque residen en la misma zona del cerebro. Así pues, la contraparte racional de nuestro amor propio ha de ser el entendimiento del otro, lo que en epistemología se conoce como la “teoría de la mente del otro”. El psicólogo ruso Alexander Luria descubrió en los años 30 del siglo pasado que la exposición a la multiculturalidad desarrolla el pensamiento abstracto y ningún país es más multicultural que el nuestro.

Realizar nuestro potencial pasa, pues, por abrazar nuestra diversidad y, por tanto, nuestras diferencias. Debemos entenderlas y gestionarlas. Nada de eso ocurrirá si no formulamos un proyecto de país de largo plazo, mucho más allá de la vacancia.

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