“Nosotras vivimos en clausura, llevamos un hábito casi hasta los tobillos, no salimos de noche (más que a Urgencias), no vamos a fiestas, no ingerimos alcohol y hemos hecho voto de castidad. Es una opción que no nos hace mejores ni peores que nadie, aunque paradójicamente nos haga más libres y felices que a muchxs. Y porque es una opción LIBRE, defenderemos con todos los medios a nuestro alcance (este es uno) el derecho de todas las mujeres a hacer LIBREMENTE lo contrario sin que sean juzgadas, violadas, amedrentadas, asesinadas o humilladas por ello. HERMANA, YO SÍ TE CREO”.
La anterior es una publicación en la cuenta de Facebook de las hermanas carmelitas de clausura de Hondarribia en País Vasco, España, a raíz de la indignación que ha causado la violación de una mujer en la fiesta de San Fermín en julio del 2016 por parte de cinco jóvenes que se hacían llamar grupalmente La Manada. Pese a la contundencia de las pruebas (los hechos fueron grabados en cámara por los propios perpetradores), la sentencia que recibieron hace unas semanas ha sido benévola.
El mensaje de las hermanas carmelitas es claro: el cuerpo puede estar cubierto y guardar claustro o puede estar en el espacio público y en cualquiera de los casos nadie tiene derecho a juzgarlo, ofenderlo o agredirlo. Lo lamentable es que se tenga que enfatizar algo que debería pertenecer al campo de lo normal y lo obvio. Podemos intentar dejar de lado la separación extrema de cuerpo y espíritu y entender al cuerpo como una unidad que, en una sociedad moderna, pertenece exclusivamente a quien lo porta y es donde se ubica la identidad.
En un excelente libro titulado “El deseo del cuerpo: mujeres y hombres en Lima”, la antropóloga Liuba Kogan presenta las perspectivas desde las que las ciencias sociales han estudiado al cuerpo. Este fascinante recorrido nos ayudará a pensar de manera diferente cómo nuestro cuerpo ha sido socialmente percibido.
Una primera manera en que se ha estudiado al cuerpo es como un producto social. Metafóricamente, la sociedad puede ser vista como dos manos enormes que moldean nuestros cuerpos a partir de sus normas, sus valores y hasta sus prejuicios. Esto es claro cuando vemos al cuerpo incluido en los sistemas que determinan qué es lo bello (siempre impuesto por el grupo dominante) y a aquellas personas que en algunos grupos sociales adornan sus cuerpos en pos de distinción. Esto último es evidente en grupos aborígenes que decoran su piel con tatuajes para representar roles sociales pero también en la valoración que se da a la presencia física de los concursantes de “Esto es guerra” y “Combate” en nuestro medio. Así, construimos nuestros cuerpos a partir de la mirada social y sobre lo que la misma considera “bello”, “saludable” o “adecuado”.
Por su parte, el filósofo francés Michel Foucault observaba cómo, a través del control institucional en fábricas, colegios o cárceles, el cuerpo se transformaba en una entidad dócil y manejable, fácil de vigilar y disciplinadamente uniformizada. Con ello se convertía en una suerte de tuerca más en el engranaje productivo.
Otro ángulo que se ha utilizado para estudiar al cuerpo es entenderlo como un sistema de signos. Es decir, un calendario en el que se puede interpretar una serie de significados. Esto resulta mucho más claro en grupos tradicionales que marcan sus cuerpos con tatuajes o escarificaciones luego de distintos rituales. Así se va formando un mapa con historias de vida en la piel.
Hoy por hoy, sin embargo, la sociedad Occidental utiliza más el tatuaje y el piercing que cualquier otra sociedad tradicional. El cuerpo es el lienzo artístico más intervenido a través del arreglo personal, la moda y el entrenamiento, pudiendo ser interpretado como un complejo sistema de símbolos que hablan de nosotros mismos. En la era del Facebook y el Instagram, la imagen del cuerpo a través del selfie o el retrato transmite tanto o más mensajes que el texto que lo acompaña y genera interpretaciones que pueden desencadenar desde risa o ternura hasta la envidia.
La tercera manera en que los cuerpos han sido estudiados desde las ciencias sociales es como un sistema de signos dirigidos a fundamentar y mantener relaciones jerárquicas o de poder. Como en los discursos mitológicos en los que los dioses emplean diversos materiales para crear distintos tipos de cuerpos humanos y con ello estratos sociales, o nuestra sociedad moderna en la que se discriminan unos cuerpos en favor de otros.
Lo anterior significa valorar la apariencia para establecer criterios de distinción. De estas ideas podemos inferir, por ejemplo, que devienen el racismo y el tipo de machismo del que hemos sido testigos en nuestra sociedad (en la que aparecen personas que consideran a cuerpos ajenos como de su propiedad y que, por lo tanto, pueden ser esclavizados, torturados o asesinados). Lo peor es que este tipo de percepción simbólica se transmite generacionalmente, perpetuando el machismo, el racismo y la discriminación social.
Un ejemplo preocupante se da en la historia peruana durante el período temprano colonial. Ahí se entendió al cuerpo de la mujer como una herramienta de control. El cuerpo fue entonces transformado en un sistema de signos que era centro de juzgamiento, vigilancia y relación con el pecado. Estas nociones no solo han sobrevivido a los cambios sociales desde la independencia, sino que parecen estar vigentes, pese a que ahora supuestamente somos una sociedad democrática.
Si bien estas tres perspectivas son un ejemplo de cómo se ha estudiado al cuerpo desde las ciencias sociales, sabemos que el cuerpo es mucho más que una construcción social, un sistema de signos o uno de distinciones. El cuerpo es desde donde formamos nuestra identidad, que no necesariamente tiene que coincidir con nuestro sexo corporal. Es el espacio desde donde construimos la imagen que queremos mostrar al mundo, que no tiene por qué coincidir con el gusto y la moda de otros. Por último, es el espacio a través del cual nos relacionamos con otras personas, sin que eso signifique que ellas sean propietarias de nuestro cuerpo.
Las noticias que nos han horrorizado en las últimas semanas, en las que la violencia contra la mujer parece haberse convertido en algo cotidiano, hacen urgente desterrar la cárcel del machismo y sus discursos de poder sobre el cuerpo femenino y fomentar una educación que no tenga miedo del enfoque de género, donde la igualdad de oportunidades y de derechos deje de ser la excepción y se convierta en regla.
Pero también debemos rescatar al cuerpo como un espacio de disfrute, crecimiento y aprendizaje e ir despidiéndonos de la imagen de castigo, dolor y culpa tan arraigada en nuestra sociedad.