Nuestro dulce amor, por Alexander Huerta-Mercado
Nuestro dulce amor, por Alexander Huerta-Mercado
Alexander Huerta-Mercado

“Absurdo intentar explicar el amor desde la antropología”, me dijo nuestro recordado profesor Fernando Fuenzalida una vez que coincidimos en un café bien de madrugada. El profesor captó mi atención con la cuchara hacia su taza, “puedo explicarte los componentes químicos del agua, del café mismo, del azúcar… pero nunca te podré explicar realmente sobre el sabor y el aroma que cada uno percibe”. Yo recién empezaba a estudiar Antropología y me decepcionaba comenzar a entender los límites de nuestra disciplina.

El sabor del café podría tener algo inexplicable pero siempre podíamos entender en qué momento y con cuánta azúcar, café o agua nos gusta tomar una taza.

Freud decía que no importaba cuánto él, como científico, se esforzara, los poetas siempre habían llegado antes a los temas que investigaba. Por lo mismo, si es difícil entender al amor como sentimiento, podemos al menos explorar a través de los cantos y las historias populares qué es lo que nos gusta entender por amor.

La reciente partida del cantante y compositor mexicano Juan Gabriel y la reacción de comprensible dolor que ha generado en el Perú nos lleva a preguntarnos sobre el concepto de amor romántico que hemos manejado a través de la cultura popular, tanto en la balada como en la telenovela.

La telenovela tiene origen en el teatro popular que apareció luego de la Revolución Francesa como una forma de educar moralmente a la población sin intervención de la entonces derogada Iglesia. Así, el orden moral era representado por personajes que encarnaban el bien y el mal, poniendo emociones en escena con la ayuda de música en vivo. El teatro melodramático migró a América Latina y su discurso tomó forma de revistas por entrega (folletines), radioteatro, cine mexicano y, finalmente, telenovelas. Nunca perdió su impronta moralizante y se articuló muy bien con los cuentos populares, donde el bien, premunido de amor inocente y encarnado en virginal heroína o caballeroso héroe, le ganaba al mal que se mostraba poderoso e irremediable.

La telenovela retomó el ingrediente cristiano que el melodrama europeo había dejado de lado y, por lo mismo, puso un énfasis muy fuerte al amor incondicional. Ese amor sufrido, dulce y radical que hace soportar cualquier pena y que al final se consagra como el mayor premio. Este tipo de amor edulcorado, inocente y puro también se manifiesta en la balada romántica hispana que toma la forma de protesta amorosa tanto del hombre como de la mujer bajo frases como “¿Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti?” o, citando a  Juan Gabriel, “Querida, por lo que más quieras tú más ven, más compasión de mí tú ten, mira mi soledad que no me sienta nada bien”. 

Este tipo de narraciones intensas y azucaradas o, mejor dicho, esta concepción del amor, también se luce en las producciones del cine de la India, una de las mayores industrias cinematográficas del planeta. Se da un interesantísimo empate con la cartografía sentimental en el Perú, donde se genera una importante comunidad de consumo de DVD de Bollywood, de posters, de clases de baile y de páginas en Facebook de fans peruanos dedicadas a actores como Shah Rukh Khan o Aishwarya Rai. 

Y es que el concepto de amor dulce o amor que exige lucha, que transforma al chico duro en personaje tierno, es idealizado de manera similar en el Perú y en la India. Ambos países también guardan similitudes en cuanto al control social, ya sea por sistemas de casta o clases sociales que generan historias similares, como ha descubierto el sociólogo Félix Lossio, de individuos que tienen que confrontar convencionalismos tradicionales para lograr consumar su amor.

Ahora bien, la percepción cultural del amor, como todo en la cultura humana, cambia. En nuestro siglo, las comunicaciones han tenido un impacto fuerte en la forma en que las personas circulan el amor. Zygmunt Bauman sostiene que a través de la web se exporta un sistema de vida que nos mantiene más conectados y menos comunicados, en relaciones poco profundas y que, peor aun, las relaciones son vistas como una amenaza del individualismo propio de la sociedad de consumo. No solo ello, sino que el amor como discurso pasa a ser un elemento de publicidad; por ejemplo, bajo la forma estilizada de los corazones rojos que parecen estar omnipresentes en los comercios, los avisos y los mensajes.

No soy pesimista, me gusta que en el Perú tengamos todavía esa imagen tierna del amor.  Lo veo en los patios de los centros de estudio, en los salones de clase, en los centros comerciales, en la playa y en los parques. Veo que compartimos en esperanza la idea de merecer un amor dulce, tierno y tan sublime como el sabor de un chocolate peruano del mismo nombre. 

Me gusta esa victoria contra la represión que ha significado la intensidad de las telenovelas y lo pintoresco de las baladas, pero sobre todo, me gusta que seamos, en un mundo moderno, una cultura del abrazo, del beso y de la muestra tierna de afecto. Me gusta que no nos hayan quitado lo querendones y me gusta que le reclamemos más afecto a nuestros seres amados. Me gusta que le demos crédito al amor, que nos propongamos construir relaciones felices. Extrañamos eso cuando estamos fuera del país, la calidez y la complicidad. El hecho de que estemos muy en contacto con nuestras emociones puede traernos problemas pero también es nuestra fortaleza.

Termino este amoroso artículo como empecé, recordando un diálogo con nuestro profesor Fernando Fuenzalida, cuando yo estaba por terminar los estudios. Nuevamente ante un café, me decía que la dimensión cultural del amor quedaba demostraba, pues saber amar es algo que se aprende en forma y paciencia. Fernando suspiró y me dijo: “Muchas personas en nuestra vida tienen que pagarnos nuestro proceso de aprendizaje a amar, y nosotros también pagamos la academia de muchas personas”.

Después de un silencio tomé mi taza de café, lo sentí dulce.