En un artículo reciente, Juan de la Puente sugiere que acaso exista alguna relación entre la visible pobreza de la campaña que acaba de terminar y los resultados de las últimas reformas legales introducidas en la política. La prohibición de uso de publicidad privada y la introducción del delito por uso de fondos captados en violación a la ley de partidos, en conjunto, parecen haber provocado un cambio visible en el perfil del proceso electoral. Las elecciones no son más un ambiente de contenidos prefigurados desde la publicidad. Y no parecen ser más un espacio de circulación masiva de fondos no declarados.
Entonces, parece haber más bien una relación directa, no sugestiva o contingente, entre el perfil que adoptó esta campaña y el sentido de las últimas reformas del sistema político.
Pero no es que la falta de publicidad privada haya empobrecido la campaña. Es más bien al contrario: la publicidad privada generó, desde que se instaló entre nosotros en 1989, una distorsión comunicacional que ocultó en buena parte el proceso de adelgazamiento del discurso político que hemos vivido. Todavía las elecciones de 1990 mostraban un espectro de narraciones definidas: el Apra y las izquierdas estaban ancladas en las perspectivas ofrecidas por Haya de la Torre y por Mariátegui, mientras la derecha intentaba el difícil ejercicio de amalgamar el legado de Riva Agüero, cierto pensamiento social cristiano y el espíritu modernizante del entonces nuevo reformismo neoliberal. Han pasado 30 años desde entonces y ahora la política pretende sostenerse sin anclajes o referencias ideológicas estructuradas.
La publicidad privada encubrió el adelgazamiento de nuestros discursos sobre lo político. Saturó la escena, creando una burbuja de apariencias que llenó de falsa intensidad las elecciones. El lema y el tuit desplazaron al principio y al concepto. Financiamos fanfarrias ensordecedoras que ocultaban cuerpos raquíticos sin competencia comunicacional. Frivolizamos la política. Y ahora la fanfarria ha desaparecido. Y su ausencia ha dejado al descubierto, en toda su estrechez, el precario resultado que ha generado ese proceso.
Esto que hemos visto, en muy buena parte, es el resultado de un proceso que hemos venido generando, ahora ya desprovisto de maquillaje publicitario. Sin duda la corrosión del sistema de representación parlamentaria hace su parte en esta historia. Pero la ausencia de publicidad privada pone una cuota de visibilidad al estado de las cosas que no puede pasar desapercibido.
Puede no gustarnos, pero este es nuestro punto de partida: un escenario sin partidos en forma y sin rutas visibles para crearlos; un colectivo de personas que disputa rostro por rostro la posibilidad de representar ya sea a un centro poroso y sin forma definida, a una derecha que abandonó hace mucho cualquier abordaje serio a sus propios fundamentos o a una izquierda indecisa entre la defensa de los derechos civiles o su subordinación a programas autoritarios como el de Maduro.
Es curioso, además, que nuestro discurso sobre lo político se muestre tan precario en un momento en que la agenda pública está tan clara: tenemos pendiente reactivar la inversión pública y la privada, y revisar los procedimientos de negociación entre proyectos de inversión y ciudadanos y comunidades. Tenemos que encontrar la manera de desentrampar la ejecución del gasto público. También tenemos que definir una forma creativa de abordar la informalidad y los impuestos. Y sobre todo tenemos que poner al día la cobertura de los servicios públicos, incluidos seguridad ciudadana y justicia, pero sobre todo los de salud y educación.
Arrastramos también asuntos pendientes. No hemos resuelto los problemas de gobierno que arrastra el Ministerio Público. No hemos logrado cerrar el capítulo abierto por los casos de Odebrecht, que ni siquiera han entrado a juicio, y no hemos estabilizado nuestros equipos de magistrados, afectados por el descubrimiento de la red tejida por Hinostroza y Ríos. También tendremos que poner al día estos asuntos. Es imprescindible cerrar todos los ciclos abiertos de castigo necesario. La impunidad siempre es regresiva. Pero sería saludable que estos temas no ocupen más las primeras páginas de nuestras agendas públicas.
No es en la agenda sobre el castigo y la impunidad en la que se construirán los fundamentos institucionales que nos hacen falta. Debemos perseverar en la lucha contra la impunidad, pero en un contexto en el que llenemos las primeras páginas de nuestras agendas comunes con contenidos relacionados con las áreas de actividad en la que hay cosas por hacer.
Es momento de discutir propuestas claras asunto por asunto, sin anteponer más la división del mundo entre aliados y enemigos, como ahora estamos haciendo. Tenemos universidades, gremios y organizaciones sociales con propuestas ensambladas. Vamos tema por tema, jamás en paquetes cerrados; discutamos en foros abiertos y adoptemos las decisiones que haya que tomar, las que seamos capaces de sostener.
No puede ser tan difícil, si además nos hace tanta falta.