El expremier Guido Bellido ha ensayado una de las explicaciones más delirantes del intento fallido de golpe de estado del expresidente Pedro Castillo. Ha sugerido que podría haber estado bajo los efectos de una droga (como si alguien se la hubiese hecho ingerir para intentar controlar su voluntad) o que podría haber estado amenazado o sometido a coacción en el momento mismo en que leyó su mensaje golpista.
Para que esta teoría tuviese algún nivel de verosimilitud, lo anunciado por Pedro Castillo en dicho mensaje tendría que evidenciar un rompimiento con su discurso previo, como si un tercero estuviese diciendo, a través de Pedro Castillo, algo que él, en pleno dominio de sus facultades, nunca hubiera dicho.
Veamos. Hay quienes parecen no haber escuchado todo lo que dijo Pedro Castillo después de anunciar la disolución del actual Congreso y la convocatoria a una asamblea constituyente, quizá porque estas opciones les resultan tan políticamente seductoras que todo lo subsecuente deviene en irrelevante. Pero recordemos que Pedro Castillo no solo hizo esos dos anuncios sin base legal o constitucional alguna y esperando (ingenuamente en su caso) implementarlos a la fuerza, sino que dispuso otras medidas muy graves que, vistas en retrospectiva, son perfectamente coherentes como lo que él mismo y su gobierno venían haciendo o prometiendo hacer.
¿A quién podría sorprender que anuncie la disolución del Tribunal Constitucional cuando expresamente lo ofreció en su campaña presidencial? ¿O que disponga la intervención del Ministerio Público y el Poder Judicial cuando ya venía activamente buscando obstaculizar las investigaciones en su contra? ¿O que decrete un inconstitucional toque de queda cuando ya el 5 de abril pasado quiso encerrar en sus casas a todos en Lima y el Callao para evitar protestas en contra de su gobierno?
¿Quién podría sorprenderse de que su forma de intentar cerrar el Congreso no sea precisamente la que regula la Constitución, sino que haya buscado hacerlo de cualquier manera, cuando tiempo atrás su entonces gabinete amenazaba con forzar ese cierre interpretando supuestas “denegaciones fácticas” de cuestiones de confianza visiblemente improcedentes?
¿Quién podría sorprenderse que muestre desprecio por la democracia quien no cumple requerimientos básicos de esta como rendir cuentas transparentemente o responder las preguntas de la prensa? ¿Alguien que postuló con un partido cuyo ideario dice textualmente que “no aboga por la libertad de prensa” y a cuyo secretario general hemos escuchado decir que “la izquierda tiene que aprender a quedarse en el poder” como ha hecho en Venezuela?
No hay nada en el mensaje golpista de Pedro Castillo que no pudiese interpretarse como la continuación de conductas o posiciones ideológicas que ya le conocíamos. Quienes se mantuvieron asociados a su gobierno hasta el final y recién se deslindaron después del mensaje, tendrán que reflexionar mucho sobre por qué no lo vieron (o no quisieron verlo) venir.
Algunos se excusarán diciendo que no imaginaron que un presidente débil como Pedro Castillo se atrevería a tanto. Otros dirán que pensaron que este tipo de (intentos de) golpes de estado ya habían pasado a la historia.
Pero hay una reflexión importante aquí. En el debate político peruano, todo el tiempo se sugieren cursos de acción que entrañan algún nivel de golpismo: no reconocer elecciones por sospechas de fraude no probadas, acusaciones por traición a la patria por comentarios desafortunados, suspensiones temporales con votaciones reducidas.
Esto es resultado de nuestro tribalismo, ese mal endémico de la política peruana que nos hace ver golpismo en el “enemigo” político cuando más bien apañamos impulsos similares en nuestro bando calificándolos de “legítima defensa”.
Un aspecto muy positivo de la salida de Pedro Castillo es que es indubitable que el suyo fue un intento de golpe de estado y que hay que condenarlo sin ambages. No hay espacio aquí, por más que se esfuercen los que todavía lo defienden, para negar lo evidente. Necesitamos una señal clara de que los golpistas van a la cárcel.
Pero también tendríamos que reconocer, aunque cueste, que nos hemos acostumbrado a preocuparnos por el impulso golpista ajeno al tiempo que toleramos el propio. Y el Perú no necesita afanes golpistas de ninguna clase u orientación política. Necesita mínimos democráticos que todos los actores políticos estén dispuestos a cumplir y que todos los ciudadanos nos sintamos en la obligación de exigir, incluso, y sobre todo, a aquellos políticos con los que coincidimos.