Construimos narraciones que suponen a alguien más que las reciba o al menos las escuche alguna vez. Contamos nuestras historias pensando en esos auditorios, en las consecuencias que el relato producirá en quien le escuche, en cómo nos veremos al contarlas, en cómo seremos recordados mientras recordamos.
De eso trata la memoria.
Al otro extremo de la construcción de la memoria está la negación, no el engaño. El engaño y el autoengaño aparecen a la mitad del camino, donde se esconden los sesgos, esos esquemas mentales rígidos que fueron reconocidos por Kahneman y Tversky en 1972 como motores de reacciones muchas veces precipitadas, que sin embargo pretenden hacer pasar estereotipos por verdades para entonces actuar. La mayoría de las veces los sesgos distorsionan la percepción de las cosas y la forma en que narramos nuestras historias. Y producen verdaderas injusticias cuando impregnan decisiones públicas.
Hablando del lenguaje de los tribunales L´Heureux-Dubé (“Detrás de los mitos…”, 2001) ha afirmado que cualquier sesgo alojado en la jurisprudencia viola la imparcialidad, esa forma especial de neutralidad que se exige a jueces, juezas y órganos colegiados. La actividad judicial, ha dicho, requiere siempre “un constante y consciente esfuerzo por impedir los sesgos que surgen de un razonamiento basado en estereotipos”.
Llegué a L´Heureux-Dubé por un texto de Rocío Villanueva (”Una mirada preliminar.. “, 2019). Rocío usa esta misma aproximación para abordar tres decisiones judiciales adoptadas en casos sobre violencia sexual. En los textos que analiza, entre frases y líneas, Rocio encuentra estereotipos explícitos empleados para abordar las cosas que una mujer acepta cuando elige un trabajo o una pareja y los límites que no deben traspasar sus jefes o acompañantes. Rocío encuentra como esos estereotipos fueron usados por los tribunales en el lugar que debieron ocupar los principios o las reglas de derecho para justificar las decisiones inaceptables que analiza.
La aproximación funciona para todo sesgo. En múltiples conferencias Raquel Yrigoyen usa un abordaje semejante para identificar como “colonialistas” las coartadas seudo legales con las que los tribunales formales recortan permanentemente el ámbito de jurisdicción que deberían reconocer a favor de los pueblos indígenas.
Los sesgos operan como válvulas que controlan, de la manera más arbitraria imaginable, el sentido que asignamos o dejamos de asignar a eventos, evidencias y testimonios. Las narrativas distorsionadas que producen solo se sostienen si jamás una evidencia las confronta cara a cara.
Pero además de los sesgos machistas y colonialistas, esta el “sesgo épico”. El sesgo épico aparece cuando intentamos adscribir nuestros relatos a uno más amplio, usualmente ya establecido como glorioso o salvífico, como una epopeya. A partir del momento en que alguien adscribe su relato al universo de la epopeya cree volverse incontestable. Cualquier cuestionamiento debe ser minimizado en su significado o en sus consecuencias. Cualquier interlocutor agredido. El portador del sesgo cree que las cosas que le contradigan deben ser “puestas en su exacta dimensión”, es decir, debajo de su relato.
Una de las epopeyas más difíciles de abordar entre nosotros corresponde a la épica de la derrota terrorista. Imposible dejar de valorar lo que hizo nuestra corporación militar en esos tiempos. Pero inaceptable usar ese reconocimiento para eludir las consecuencias de los crímenes que también se cometieron.
Volvemos hacia allí la mirada porque el ahora congresista Urresti ha sido llamado nuevamente a juicio por el asesinato del periodista Bustíos Saavedra, acribillado y destrozado por una granada por un destacamento militar en las inmediaciones del cuartel de Huanta en noviembre de 1988. Urresti era entonces oficial de inteligencia en la zona. Y ha sido señalado como uno de los responsables del hecho por Amador Vidal Sanbento, uno de los dos condenados por el crimen, y también por Isabel Rodriguez, mujer, testigo de los hechos, que, además de reconocerlo, lo acusa de haberla violado.
No encuentro de qué manera pueda impedirse a estas alturas que otorguemos al juicio del caso Bustíos la centralidad que le corresponde. En el panorama completo, el juicio transitará en paralelo al de la masacre de Cayara, de mayo de 1988, y sigue en línea al caso de Sonia Muñoz Vega de Yangali, la encargada del telégrafo de Churcampa que fue abandonada al borde de un camino en mayo de ese mismo año cuando los agentes de seguridad que la torturaron la creyeron muerta. En este último caso una sentencia dictada en diciembre de 2017 absolvió a los acusados porque la fiscalía no pudo presentar en juicio testigos directos de los hechos. Pero el caso debe comenzar también en este período, porque la Corte Suprema anuló esa absolución. En el caso Bustíos, Alejandro Ortiz, uno de los primeros testigos de los hechos, fue asesinado. En Cayara, entre junio y diciembre de 1988, al menos 12 testigos de los hechos fueron también asesinados.
¿Podremos continuar sesgando la mirada?