Es común en Latinoamérica hablar de la década de los años ochenta como ‘la década perdida’. En efecto, durante aquellos años casi toda la región experimentó estancamiento económico, desempleo, inflación descontrolada y enorme aumento en el nivel de pobreza. Lo que vivió el Perú durante esa década fue aún más severo, ya que su economía no solo se estancó, sino que sufrió un grave retroceso: el producto per cápita cayó en 23%. Peor aún, terminada la década pasarían otros 16 años, hasta el 2005, para que el producto per cápita peruano regresara al mismo nivel que tenía un cuarto de siglo antes.
Son muchas las causas detrás de este desastre, pero de seguro encontraremos a las más importantes detrás de las estructuras económicas y sociales vigentes en buena parte del siglo pasado. El régimen militar instaurado tras el golpe de 1968 se propuso atacar esos problemas estructurales y “liquidar el subdesarrollo y la dependencia”. Pero sabemos que, lejos de enrumbar al país hacia el progreso, ese régimen instauró políticas estatistas, proteccionistas, centralistas y autoritarias que enraizaron el estancamiento. En los 11 años de gobierno militar, el ingreso per cápita creció a una tasa anual promedio de 0,06% (ver BCRP Memoria, 2018) y, contrariamente a lo proclamado por el gobierno, la pobreza aumentó y la distribución del ingreso se hizo más desigual.
Pero quizás el legado más nocivo del gobierno militar y sus condicionantes fue la Constitución de 1979, porque, más allá de declarar nobles aspiraciones y buenas intenciones, mantuvo el esquema económico estatista. Tampoco puso cuidado alguno en garantizar la estabilidad económica, la prudencia fiscal, ni la preservación del valor de la moneda. Es fácil entender cómo bajo su vigencia el voluntarismo de un joven Alan García terminaría llevando al país a su peor crisis económica y a la hiperinflación.
Vemos que en nuestra región la inmadurez política y una no pequeña carga ideológica han enraizado la falsa creencia de que los problemas económicos y sociales se resuelven con ‘una nueva Constitución’. Hoy esos impulsos han tomado renovada fuerza, y se centran especialmente en el ataque al régimen económico de la Constitución actual. Ese es el cambio que se reclama con más vehemencia. Es fácil descubrir que los proponentes de tal cambio adhieren a la ideología de la izquierda arcaica o premoderna que ha sobrevivido en Latinoamérica. Manifiestan un odio visceral a la libertad individual, a la iniciativa privada, así como su desdén por las fórmulas que sustentan la estabilidad económica. Afortunadamente, la amarga experiencia de la hiperinflación de fines de los ochenta ha ocasionado que la estabilidad económica tenga un apoyo ciudadano masivo. Recordemos, por ejemplo, cómo la popularidad del presidente García se desplomó en su tercer año de gobierno, en gran medida debido a que la tasa de inflación en el 2008 se triplicó.
La comparación del desempeño económico y social bajo las constituciones de 1979 y 1993 no deja lugar a dudas. Mientras rigió la primera, la economía se contrajo en 8% (-30% per cápita). Durante la vigencia de la actual Constitución, el promedio anual de crecimiento alcanzó el 4,9%. Y las cifras de crecimiento en los 10 países más grandes de Latinoamérica muestran al Perú pasando del último al primer lugar. Ello ha sido producto de aumentos espectaculares en productividad, niveles de inversión sin precedentes, y mayores y más diversificadas exportaciones. Todo ello con un nivel de estabilidad de precios envidiable: la inflación promedio en los últimos 20 años ha sido 2,8% por año, la más baja en toda la región.
Más importante, no obstante, es el progreso social alcanzado dentro del marco de la actual Constitución. La pobreza cayó del 58,7% de la población al actual 20,5% y a diferencia de la experiencia de otros países que experimentaron altas tasas de crecimiento, el Perú ha crecido disminuyendo la desigualdad. El ingreso del 10% más pobre ha crecido 58,7% en los últimos 15 años frente a un crecimiento del 9% en el ingreso del 10% más rico. Junto a ello se ha consolidado una clase media que supera al 40% de la población.
Dicho esto, hay que reconocer que, si bien el régimen económico de la Constitución de 1993 ha producido resultados espectaculares en la esfera económica y social, también ha mantenido serios problemas institucionales que hoy retrasan gravemente el progreso. Peor aún, en el ámbito político, las reformas introducidas recientemente han agravado esta situación (no reelección, no Senado, no renovación parlamentaria por tercios), mientras que los intentos de reforma del sistema de justicia terminaron simplemente en cambios cosméticos.