“La Corte Suprema en las circunstancias difíciles que atraviesa la República debe manifestar como nunca entereza para defender los derechos de la soberanía nacional, dignidad para no consentir que sus fueros sean atropellados sin miramiento y sin ninguna autoridad, y circunspección para no promover conflictos que agraven la situación por sí misma ya de intenso malestar”. Así empezaba la misiva enviada por un grupo de juristas peruanos al almirante Patricio Lynch, general en jefe del ejército de ocupación del Perú.
El 17 de enero de 1881 la guardia urbana limeña recibió a la columna de ocupación y la capital de la república fue entregada de manera oficial al general Cornelio Saavedra. Desde esa fecha y hasta agosto de 1884, Lima vería flamear el pabellón chileno. Todas las instituciones peruanas, excepto un combativo Poder Judicial, cayeron en manos del enemigo. El 23 de enero, José Echevarría, comandante del Batallón Bulnes y encargado de las labores policiales en Lima, dio cuenta al gobernador militar de la incautación de 1.400 rifles, a lo que se agregaría días después la confiscación de cuatro cajones de fulminantes en una casa deshabitada en el camino del Callao y de tres cañones a tres millas del puerto de Ancón.
Un mes después, el general Saavedra comunicó al presidente Aníbal Pinto de la recepción de miles de fusiles y de cañones de regular calibre. Su objetivo –recalcó– era “desarmar” completamente a los peruanos. El desarme ideológico ocurrió mediante la toma de sus diarios, entre ellos “El Peruano”, seguida de la deportación de sus políticos y control absoluto de su economía. Esta fue sometida, mediante un sistema de exacciones y cupos, a una depredación inédita en la historia latinoamericana.
Pese a ser un evento clave en la historia peruana, es muy poco lo que sabemos sobre la ocupación chilena y mucho menos se ha estudiado el impacto que tuvo en las provincias peruanas. El sistema de jefaturas político-militares, extendido a la costa y algunas zonas de la sierra, permitió que el Estado Chileno desplazase al peruano en diversas funciones, como el control de las Aduanas, siendo la más importante la del Callao.
Se ha discutido mucho sobre la valiente resistencia de Andrés A. Cáceres y sus seguidores indígenas en los Andes. Sin embargo, no se le ha dado suficiente crédito a la lucha silenciosa, pero igualmente importante, de los miembros de la Corte Suprema, quienes se enfrentaron a Lynch con la ley en la mano. Personajes como Juan Antonio Ribeyro, Juan Oviedo, José Eusebio Sánchez y Manuel Vidaurre le recordaron al jefe del ejército de ocupación que existían instituciones republicanas indestructibles.
Ese era el caso del Poder Judicial, que no se había perdido, porque la guerra no podía “destruir los principios que la civilización y el derecho” consagraban “como un dogma internacional”. Reducto de la ley y de un republicanismo primigenio, la Corte Suprema enfrentó al invasor con principios universales.
Reflexionando, en voz alta, sobre esas “grandes verdades” y esas “grandes instituciones” que pertenecían a la humanidad civilizada, la corte evidenció la ilegalidad de la ocupación. Siempre que observo un juez probo y digno recuerdo a esa extraordinaria Corte Suprema que defendió nuestra soberanía en la etapa más amarga del Perú.