La semana pasada falleció Leonard Cohen (1934-2016), una leyenda de la música y, por qué no decirlo, de la poesía universal. La finitud de la vida y su absurdidad, a pesar del constante esfuerzo que hacemos los seres humanos por dotarla de sentido, impregnan una obra que asume la pérdida como uno de sus pilares fundamentales. Esa “grieta” sin la cual sería imposible dejar pasar aquel “rayo de luz” que revela la vulnerabilidad pero también la grandeza de nuestra imperfecta humanidad.
El coraje para descifrar y celebrar los misterios de la vida –pese a su sentido trágico– hace de Cohen un clásico en el sentido estricto del término. Para muchos de sus seguidores, el bardo canadiense fue una suerte de profeta contemporáneo que miró cara a cara la violencia humana para explicarla sin ahorrarnos el horror y mucho menos la compasión. Sin embargo, junto a las canciones de “cuna por el sufrimiento”, las flores de piedra, los soles sin luz, las cartas marcadas de los eternos perdedores o las noches de insoportable oscuridad, Cohen rescató la fuerza curadora del amor, de la palabra y del ritual.
La primera pérdida de Cohen fue la de su padre, a los nueve años. En la última entrevista que concedió, pocos meses antes de su partida, habló de la muerte de su progenitor y del profundo impacto que ello causó en su joven existencia.
Al enterarse de la trágica noticia, el pequeño Leonard cortó un pedazo de la corbata del ser que más adoraba y la enterró con una anotación en el jardín de su casa. Desde ese momento, el “acto sacramental” y la palabra se convirtieron en el instrumento que lo ayudaría a superar con dignidad todas sus pérdidas, que fueron muchas y dolorosas.
Recuerdo vívidamente haber escuchado a Cohen mientras volaba a Lima al funeral de mi padre, y también cuando recolectaba fotos y recuerdos personales del hombre que me enseñó a amar los libros y cuyas cenizas traje conmigo a Sewanee. Recuerdo, como si fuera ayer, la depresión que se apoderó de mí por haberme perdido su último adiós y la fuerza que me dieron mis pequeños rituales personales. Entre ellos, leer las cartas que mi papá me enviaba religiosamente a San Diego-California, donde completaba mi doctorado, ver sus viejas fotografías vestido de beisbolista o recorrer con mi mano las anotaciones que hizo en uno de sus libros favoritos: “Las hojas de hierba” de Walt Whitman.
Es por mi experiencia personal con la pérdida y la depresión que discrepo con la afirmación de la señora Keiko Fujimori sobre el hecho de que la enfermedad que afecta a más de un millón de peruanos es un asunto de perdedores. Y mucho menos, como lo afirma el señor José Barba Caballero, que ese cangrejo que devora lentamente tus entrañas hasta quitarte el aire está asociado a la falta de estima personal.
A lo largo de nuestra breve existencia, los seres humanos experimentamos un sinnúmero de pérdidas irreparables, entre ellas la de la propia vida y la de los seres que más amamos. Situaciones en verdad inevitables que llevan –como fue mi caso particular– a depresiones profundas de las que es difícil escapar. Hablar, entonces, de un mundo de ganadores y perdedores, donde los últimos son estigmatizados por su fragilidad ante los desafíos de la vida es incurrir en una absoluta falta de humanidad. Es no entender lo vulnerable que somos y la enorme necesidad que tenemos de fortalecer la compasión hacia el que sufre y es incapaz de mitigar su dolor en soledad.
Enseño en una universidad donde asisten alumnos afluentes, como fue el caso de la señora Fujimori en su paso por Boston College, y siempre trato de que estos hijos e hijas del privilegio vean la historia de los ‘losers’, como se les llama a los perdedores por estos lares. Uno de los casos emblemáticos que presento es el de Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560), autor de la obra “Naufragios”. Sobreviviente de una tragedia de dimensiones épicas, Cabeza de Vaca pierde todo referente con la civilización occidental e incluso es esclavizado por los indios durante varios años. Sin embargo, en su peregrinaje sin rumbo por el sudoeste norteamericano, Cabeza de Vaca se reencuentra con su humanidad imperfecta y se redime. El conquistador, conquistado por la geografía y la contingencia, se convierte en un perdedor que, al estilo de Cohen, exhibe una grieta enorme en el alma por donde ingresa el rayo de luz de la sabiduría y el respeto por la otredad.
La política del siglo XXI requiere de asertividad, de afán de superación y de excelencia, pero sobre todo de compasión y respeto por el otro. Escuchar los gritos destemplados de la congresista Cecilia Chacón humillando sin piedad a un ministro de la república. Observar a la lideresa de su partido, cuyo padre es depresivo, afirmando que la depresión es solo para los ‘losers’ o ver al alcalde de Lima sosteniendo, en medio de las brasas ardientes de un incendio que se llevó las casas además de los recuerdos de los shipibos-konibos, que lo que se les vendió fueron falsas ilusiones muestra lo poco que hemos avanzado como sociedad. A pesar de que no llega la luz a nuestra república maltrecha, hay todavía algunas grietas que nos permiten adivinar que detrás de las carencias está el sol. No cerremos, con la soberbia y la falta de respeto, esos resquicios que nos permitirán en algún momento ver la luz en esta etapa de desaliento y confusión.