Nos castigamos por ser una sociedad particularmente injusta. Sin embargo, la evidencia comúnmente citada se limita al dato objetivo, ciertamente indeseable, de un alto nivel de desigualdad económica. Pero la desigualdad económica no es en sí misma una injusticia. Muchas veces es un premio al logro o al esfuerzo, aceptado y felicitado como tal por la sociedad. De otro lado, la injusticia no se reduce a un simple número, como es el coeficiente Gini, que mide las diferencias entre todos los ingresos personales.
La justicia es un resultado más complejo, que evalúa tanto lo positivo como lo negativo en lo que está detrás del coeficiente Gini. Una parte importante de los ingresos considerados como justos es percibida como premio justificado para el actuar de un individuo, y como incentivo deseable para el avance de la sociedad. Lamentablemente, es más fácil ver las simples cifras de desigualdad que sopesar el nivel apropiado de un “premio”. En realidad, distinguir el grado de injusticia de una sociedad exige una mirada con los dos ojos, uno para ver las cifras simples del reparto de ingresos, otro para sopesar la justicia del “premio” que puede estar contenido en esos ingresos. Lamentablemente, lo que se acostumbra a mirar, y citar, son los números vistos con un ojo. Pocas veces se hace el trabajo evaluativo que debe hacer el segundo ojo, que es el que aporta perspectiva y profundidad. Cuando se trata de justicia, nos aflige el mal del ojo perezoso.
Quizás el caso más general de aceptación e incluso valoración de la desigualdad es el relacionado con la educación. Se valora no solo los años de asistencia, sino la calidad individual de los centros educativos y la dedicación y performance del estudiante. La combinación de aptitudes individuales, sistema educativo, y experiencias laborales posteriores produce una “fuerza de trabajo” conformada por un conjunto humano extremadamente heterogéneo, con enormes diferencias remunerativas justificadas por las diferencias productivas percibidas, desde el nivel más humilde del peón de campo hasta el profesional mejor remunerado. ¿Quién reclama el sueldo de un astro de la canción, o aún menos, de una estrella del fútbol? Si la valoración de la educación, de la experiencia e incluso de las artes motivacionales para la gestión empresarial es alta entre la población urbana, mi impresión es que es aun más alta para la población rural. Uno de los recuerdos más impactantes de mi visita a la provincia de Chumbivilcas hace una década fue llegar a una minúscula feria rural que se realizaba en medio de una inmensa pampa. Caminando entre la media docena de señoras, sentadas sobre el pasto vendiendo verduras y otras mercaderías noté que una de ellas tenía en venta tres libros, colocados encima de sus verduras. Uno se titulaba “El espejo del líder”, de David Fischman, destacado maestro de la cultura del buen empresario. Otra sorpresa relacionada con las actitudes competitivas de la cultura serrana y de la urbana la recibí cuando estudiaba Curgos en la sierra de La Libertad, calificada ese año como el distrito más pobre del Perú: mi sorpresa al abrir la página web de su municipalidad fue descubrir que el mensaje principal en ese momento consistía en celebrar a su equipo de fútbol, que competía en ese momento con los demás distritos de la provincia. Pero el entusiasmo competitivo serrano se evidencia especialmente en sus festividades, en las que nunca faltan los desfiles de grupos de baile y música que se preparan durante meses. En un estudio de la comunidad de Carcas en Áncash se enfatiza su triste calidad de ser la comunidad más pobre del distrito, pero que, al mismo tiempo, goza de fama de ser la comunidad que realiza las mejores fiestas.
Necesitamos una evaluación más completa de lo que representa la justicia distributiva en el Perú, empezando por los valores de vida y de trabajo de las mayorías más pobres. El objetivo no sería descartar la justificada indignación ante la injusticia que, sin duda existe, sino evaluar esa situación con los ojos de la población mayoritaria.