En medio de una agenda de reforma institucional rezagada, la vida política peruana intenta, día a día, simplemente ordenar el desorden y, en el extremo, intenta también ordenar el tumulto.
De lo que más carecemos, en este panorama, es de predictibilidad. Ignoramos, dramáticamente, qué es lo que nos espera, en muchas cosas, a la vuelta de la esquina. Es decir, no sabemos cómo ir, por ejemplo, a un pronto recambio de autoridades en los gobiernos municipales y regionales del país, en el nivel de crisis y descrédito que caracteriza a muchos, como en Áncash, Cajamarca, Tumbes y Pasco. Después de los casos de corrupción denunciados y judicializados, ¿a qué orden regional y municipal se supone que debemos asistir desde enero del próximo año?
No hay nada que proyecte por ahora una realidad distinta a la que conocemos, por lo que tendremos el mismo orden de hace más de una década, y con los mismos altos ingresos por canon minero, allí donde este no se distribuye ni administra ni fiscaliza como se merece. Previamente a ello asistiremos a elecciones con las mismas reglas de juego que han hecho irrepresentables a los gobiernos regionales y absolutamente inestables a los municipales. Es más: con vistas al 2016, todo lo que puede rodear, desde ahora, los mecanismos de delegación de poder presidencial y legislativo apenas si ofrece un mínimo sentido de futuro.
No vemos que el Congreso ni el Jurado Nacional de Elecciones tengan el menor interés en mejorar estas y otras reglas de juego. El fin de la actual legislatura deja una vez más truncos algunos esfuerzos importantes, como el de la Comisión de Constitución del Congreso por eliminar el voto preferencial y obligatorio, instaurar una segunda vuelta electoral en las elecciones regionales, establecer el distrito electoral uninominal (que permita una mejor identificación del congresista elegido con su circunscripción), retornar a la bicameralidad (con una mejor representación parlamentaria en número y calidad), restaurar la credibilidad de los partidos y elevar los estándares de control y vigilancia electorales.
El gobierno busca, seguramente de buena fe, encarrilar estrategias y energías para sacar adelante un escalafón de servicio civil orientado a una oferta burocrática estatal eficiente y meritocrática. Pero mientras los mecanismos de toma de decisión, en función de este objetivo, respondan a una institucionalidad política gubernamental precaria y dispersa, son muy pocos y efímeros los resultados que pueden obtenerse.
Lo mismo ocurre en el campo de la administración judicial, donde la inercia obliga a ordenar el desorden, donde un nuevo código procesal penal no puede hacer el milagro de convertir en mejores fiscales y jueces a aquellos que provienen de un sistema de evaluación y selección, como el Consejo Nacional de la Magistratura, cuya estructura, con perdón de quienes la integran, está hace rato desfasada. Tendría demasiada suerte el país si los partidos representados hoy en el Congreso asumieran la sorprendente cruzada de devolver a esta institución siquiera parte del talante que alguna vez tuvo.