Juan Paredes Castro

El escándalo político de los sacó a la presidenta de su centro de gravedad. La investigación fiscal de los relojes Rolex, con cargo al 2026, cuando ella pueda ser juzgada, la ha devuelto confiadamente por ahora a su centro de gravedad.

El centro de gravedad de Boluarte, como punto de equilibrio, no es el centro de gravedad de la política peruana ni el centro de gravedad del Gobierno. Es el centro de gravedad de la jefatura del Estado, por encima de la jefatura de Gobierno, en la que hábilmente colocó de facto a Alberto Otárola, con tanto acierto que encontró en él al vocero y articulador político ideal que en muchos años no tuvo la Presidencia del Consejo de Ministros.

Reemplazado Otárola por Gustavo Adrianzén, parece haber quedado en la administración del poder un otarolismo dinámico en el ‘know-how’ cotidiano; es decir, en cómo hacer las cosas, con el acento puesto en el trabajo del Consejo de Ministros y de los integrantes de su Gabinete en particular.

El reporte de Sebastián Ortiz Martínez en El Comercio de ayer acerca de los círculos de poder que rodean a la presidenta retrata muy bien la nueva faceta ampliada del entorno palaciego, diferenciada del protagonismo político cerrado y absorbente de Otárola, pero que apuntaba a lo mismo: a cuidar el repliegue de la presidenta.

Históricamente, los presidentes de la República concentran en sus manos todos los poderes posibles, a un nivel casi monárquico. De tal forma que los presidentes del Consejo de Ministros, a los que erróneamente llamamos “primeros ministros” o “premieres”, no son más que secretarios. Muy raras veces hemos visto a primeros ministros con talla de tales, como Luis Solari, Roberto Dañino y Beatriz Merino durante el régimen de Alejandro Toledo.

Y, ahora último, Alberto Otárola. Este, más que pretender robarle su lugar a Boluarte, hacía lo que tenía que hacer: ocuparse del día a día gubernamental, porque la estrategia de la mandataria, bien pensada y definida para ella, debía consistir, como hasta hoy, en un mando de repliegue. Es decir, no mantenerla precisamente expuesta al juego y careo de la turbulencia política, en la que, sin partido ni experiencia curtida, llevaría las de perder.

No sé si esta posición de refugio de la presidenta en una jefatura del Estado que funciona y le funciona fue idea de Otárola o de Nicanor Boluarte. Sea de quién fuese, calza como un guante en su personalidad. Es el centro de gravedad igualmente perfecto para marchar con relativa estabilidad hacia el 2026, bajo el horizonte realista de que no habría elecciones adelantadas, no porque ella lo quisiera así, sino porque no hay votación parlamentaria que pueda decidir lo contrario.

En tanto nada ni nadie la vuelva a sacar de su centro de gravedad, Dina Boluarte sobrevivirá incluso al 2026.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor

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