Santiago Pedraglio

En el Perú se dice que aquí las se ganan en el último mes. Los más avezados en pronósticos dicen que se definen en la semana previa y hasta en el último día. Ciertamente, los candidatos y los electores peruanos juegan hasta el final a seducir y ser seducidos. De hecho, ningún precandidato se formaliza con un tiempo de anticipación considerable.

Siguiendo al periodista colombiano Omar Rincón (“Los tele-presidentes: cerca del pueblo, lejos de la ”, Bogotá, 2008), cabe sostener que esa relación exitosa se basa, principalmente, hoy por hoy, en el logro de “un pacto comunicativo”. Rincón menciona, entre otros, los casos de los expresidentes Álvaro Uribe (Colombia), Hugo Chávez (Venezuela) y Evo Morales (Bolivia). Por cierto, hoy operan nuevos representantes de ese poderoso empuje político-mediático, como los mandatarios Nayib Bukele, de El Salvador, y Andrés Manuel López Obrador, de México, a quienes se agrega en Argentina (en perspectiva, desde la irrupción de Donald Trump en la política estadounidense, este es un fenómeno que se ha internacionalizado).

La materialización de ese “pacto comunicativo” entre el político y el “pueblo” parte del supuesto de que detrás de los candidatos –haya o no organización partidaria sólida y movimiento político constituido– la apuesta es, con todo, por la “química” comunicativa.

Varias veces intentado en el Perú después del éxito noventero de Alberto Fujimori, ese pacto no ha cuajado al 100% en ninguna ocasión. Para bien, quizá, porque, dada la debilidad institucional y el imperio de las férreamente instaladas reglas de la informalidad, el gobernante-héroe político-mediático peruano puede derivar fácilmente en una especie de autoritarismo consentido. Y es que apostar por el “pacto comunicativo” suele acarrear riesgos para la democracia y los derechos democráticos.

No obstante, adecuadamente administrado, el “pacto comunicativo” debería servir no solo para ganar elecciones, sino también para gobernar. Poco interesados en este tipo de pactos, o sabiendo que no serán bendecidos con esa gracia, en el Perú la apuesta de los gobernantes actuales va por mantenerse en el poder controlando los mecanismos del juego electoral: legislación y organismos electorales, en particular, el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE). Esto, junto con la posibilidad de descalificar a sus adversarios e impedir las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) porque pueden ser un riesgo para sus propósitos. Incluso está en mesa recurrir a la manipulación del sistema de justicia, si les fuera necesario.

Por eso, es una tarea de quienes quieren asumir responsabilidades políticas futuras –y desplazar a la actual alianza en el poder– salir directamente a la luz pública, expresar con claridad sus legítimas intenciones y, sobre todo, construir un pacto opositor plural y democrático, que no tiene por qué necesariamente convertirse en una alianza electoral, pero sí en una indispensable corriente democrática alternativa. No es el momento de darles alas a los “estrategas comunicacionales” que tratan de imponer el criterio de que visibilizarse implica solo el riesgo del desgaste, a causa de una exposición mediática que no logre cuajar pronto como una relación exitosa.

Santiago Pedraglio es Sociólogo