No es ningún secreto que nuestra endeble democracia requiere reformarse debido al colapso institucional que transita. Las autoridades electorales han iniciado una campaña –mediática y de lobby político– con el objetivo de convencer al Legislativo de proceder a una reforma electoral. Sin embargo, en dicho trajín repiten errores dignos de nuestra informalizada clase política, con efectos contraproducentes para las nobles metas que tienen en mente.
Primero, una reforma conservadora es un oxímoron. Se quiere empujar un programa mínimo de cambios legales que no alcanzan al cambio estructural necesario para enmendar la practica política en el país. Ideas sugerentes como establecer una “ventanilla única”, capaz de centralizar la información disponible sobre los candidatos, o promover alternancia en las cuotas parlamentarias, de manera aislada no tendrán impacto contundente. Solucionar una fracción del problema, sin la sistematicidad inherente a una reforma integral, es pan pa’ hoy y hambre pa’ mañana.
Segundo, imaginemos que es posible un plan minimalista de modificaciones legales, como tratan de convencernos los voceros. A pesar del esfuerzo conjunto entre autoridades electorales y ONG, no existe un mensaje conciso y monolítico sobre dicha agenda. Mientras el jefe de la ONPE se concentra en la democracia interna partidaria, el presidente del JNE privilegia la lucha contra la corrupción política. La gravedad de la situación amerita acuerdos básicos antes que asincronías.
La “agenda mínima” lograda hasta el momento es el resultado de “cortar y pegar”. Digna del estilo de blogstar, el paquete presentado públicamente incluye una combinación “creativa” de impedimentos a candidatos condenados, elecciones internas partidarias supervisadas por autoridades electorales, eliminación del voto preferencial, financiamiento público y más. ¿A dónde apunta esta fusión improvisada? ¿Acaso la informalidad subyacente a la desconexión normativa no acarrearía la agudización del desorden institucional? El apuro reformista –“¡con tal de que salga algo, que salga lo que sea!”– coadyuva a efectos perversos.
Mi exhortación es a la concentración de los esfuerzos reformistas en una sola dimensión de la crisis política, quizás la más acuciante: el manejo de las finanzas de campaña. Este encuadramiento generaría la organicidad indispensable para sustentar una agenda mínima y evitar inconsistencias internas. El hecho de regular particularmente sobre los fondos partidarios sería un fin máximo alcanzable a pesar de la carrera contra el reloj. Asimismo, sugiero impulsar una coalición social plural y con peso político: se requiere ir más allá de la foto #ReformaElectoralYa para el Facebook.
Finalmente, para avanzar de la reforma electoral a la política, podría resultar estimulante enmarcar las modificaciones en la agenda OCDE, hasta el momento limitada a lo económico y burocrático. El sueño del “Primer Mundo”, esa fascinación de nuestra clase empresarial, podría tornar la mirada hacia la política. Ante un Congreso débil y partidos poco representativos, la búsqueda de aliados influyentes para la reconstrucción de nuestra institucionalidad política es urgente. Si la ‘realpolitik’ manda, quienes ostentan el poder y la mirada de largo plazo –aunque sea economicista– pueden sumar la agenda institucional dentro de la lógica del “piloto automático”. Los escuderos del “modelo” también podrían ser los impulsores del “shock institucional” que necesitamos a gritos.