Debe ser muy bueno que Lima vuelva a ser sede de los Juegos Panamericanos en el 2027. Seguramente las obras en el metro de Lima se acelerarán. Con certeza se mejorará la infraestructura vial y hotelera de la capital. Los comercios y los restaurantes volverán a estar rebosados de turistas. Se contratará mucha mano de obra especializada que permita hacer frente a la organización de tan grande empresa. Los coliseos, pistas atléticas y piscinas limeñas se remozarán. Lima, nuevamente, atraerá las miradas del mundo. El turista promedio se irá maravillado de la gastronomía que ofrecen los mejores restaurantes limeños (los más importantes del mundo). Lima se pondrá más bonita.
Seguramente, el optimista verá una gigantesca oportunidad de mostrar un rostro del Perú remozado, esa faz del país celebratorio que tanto hemos ofrecido en los diferentes escenarios globales como en las campañas de la marca Perú. Ese Perú que solo existe dentro de cinco distritos limeños y que oculta todas las precariedades de una nación con gigantescas disparidades territoriales. En ese Perú hay una Lima que se aísla para no permitir que la belleza de un distrito se vea corrompida por la fealdad y aspereza que introducirían las barriadas marginales e incluso las divide con un muro. Los Juegos Panamericanos vuelven a mostrar la existencia de dos narrativas sobre el país, la del Perú celebrado y próspero que choca con la narrativa del territorio en resistencia y postergado como lo hicieron notar en un reciente trabajo Omar Coronel y Félix Lossio. Pero, más allá de las narrativas que chocarán, lo que con certeza sucederá es que el país volverá a decantarse por una necesaria justificación de concentración de inversión en la capital, agigantando la distancia, ya inmensa, que existe entre Lima y las demás regiones.
Seguramente esta mirada sea pesimista para aquellos profesionales que trabajan en proyectos donde se reivindica al Perú celebrado y exitoso. No los culpo. Pertinentemente, quizá nos calzaría con precisión la frase de Mario Vargas Llosa en “El pez en el agua”, sobre que la enfermedad por excelencia de los mejores en el Perú es el pesimismo prematuro, la falta de convicción. Pero este recato y pudor de no saltar y regodearse de los merecidos éxitos de la gastronomía, de la victoria del lomo saltado y los Panamericanos tiene más que ver con la creciente percepción desde las entrañas de las regiones de que la capital peruana cada vez es más inalcanzable para cualquier ciudad. Es más una resignación tristísima que termina por aceptar cómo el peso del desarrollo del país se inclina inevitablemente sobre la capital.
Por supuesto que las gestiones de muchos gobiernos regionales son una calamidad, y muchos gobernadores regionales y alcaldes han medrado del presupuesto público con impunidad. Es evidente que muchos movimientos regionales se han convertido en organizaciones lucrativas desvergonzadas donde sus dirigentes solo han promovido vehículos electorales informales para conquistar islas de poder. Por supuesto que el proceso de descentralización ha fracasado como tantas veces se ha opinado desde esta columna. Pero un país con recursos tan escasos quizá debería concentrar sus pocas fuerzas en evitar que el centralismo nos termine de llevar solo por los linderos del Perú celebrado e ignorar al Perú en resistencia.
Convencer a quienes retratan el país –para exportar una imagen positiva– de que el Perú no son cinco distritos limeños y Machu Picchu es un imperativo existencial si queremos que el país no sea ingobernable en los próximos años. Es necesario que los que reivindican la mirada del Perú celebrado y exitoso entiendan que hay un país que reniega de esa utopía arcana. Hace unos días, Marcelo Rochabrún, en Bloomberg, nos daba pistas de por qué existe ese país en resistencia, cuando publicaba un reportaje que describía cómo las comunidades campesinas en Lucanas que proveían de tejido de vicuña a Loro Piana –una subsidiaria italiana que pertenece al conglomerado de lujo, Louis Vuitton– terminaban recibiendo solo una ganancia insignificante del precio final de los exclusivos productos que se vendían por miles de dólares. El Perú celebrado no dejará de existir por reconocer la existencia del Perú en resistencia, pero quizá al reconocerlo también se piense en cómo rescatarlo del atasco y el abandono.