Si en el terreno de la política es tan particularmente cierto aquello de que en río revuelto hay ganancia de pescadores, ello suele ser porque el estrés se lleva mal con el acto de cuestionar y, ante el miedo, el reflejo natural es refugiarse en los agujeros de nuestros prejuicios: espacios cerrados que nos hacen sentir más protegidos que el campo abierto del pensamiento.
Pienso que el que esto sea así está representando estos días un particular peligro para nuestro país, donde los pensamientos-reflejos sobre el vital campo de la economía suelen ser favorables al tipo de concepciones que, según la experiencia ha enseñado con terquedad (incluyendo a la experiencia del propio Perú), acaban invariablemente generando pobreza en las sociedades.
Digo que esto representa un peligro particular para nuestro país porque la pandemia, terrible como es, pasará, mientras que las leyes que en medio de esta se quieren dar tienen muy buenas chances de permanecer, afectando nuestras posibilidades de recuperarnos y volver al camino del crecimiento cuando finalmente lleguen la vacuna o la mutación que acaben con la pesadilla.
Vale la pena, pues, esforzarnos por hacer lo que en tiempos como este no viene natural, y preguntarnos si es verdad o no lo que se está asumiendo sobre algunos de los temas en los que se quiere tomar decisiones.
Por ejemplo, se plantea crear un impuesto adicional a los que ganen más de S/10.000 al mes. La idea del impuesto no viene de que el Estado esté encontrándose falto de recursos para lidiar con la situación. La política económica de las últimas décadas –más conocida por sus numerosos oponentes como “el neoliberalismo”– ha puesto al Perú en una situación fiscal que le ha permitido aprobar el paquete de medidas económicas más grande de la región, en términos relativos (US$26.000 millones). Así, al menos hasta ahora, el Estado está teniendo mucho más problemas en asegurar que estos recursos lleguen a donde deben –personas, empresas, compras de salud, etc.– que en encontrar más fondos.
La idea detrás de la iniciativa es otra: como hay crisis, que los que ganan más aporten más. Es una idea sencilla y suena justa. Lo que viene un poco menos fácil es preguntarse si esto no ocurre ya en nuestro país y, sobre todo –puesto que, se supone, hablamos de justicia– en qué proporciones.
Pues bien, si lo vemos por el lado de los trabajadores, lo primero que tenemos es que solo el 28% de estos –en los estimados más generosos– son formales y, por lo tanto, pagan impuestos sobre sus salarios. Si vemos, por otro lado, cuántos de estos ganan más del umbral señalado, no llegamos a las 150.000 personas de una PEA que bordea los 18 millones. Ellos pagan, como lo ha recordado ayer Iván Alonso en esta página, dos tercios de lo que se recauda por impuesto a los salarios en el Perú.
Si lo vemos desde el lado de las empresas, las proporciones no soy muy diferentes. La Cámara de Comercio de Lima (CCL) estima que el 75% de las empresas que existen en el Perú son informales. Cada una de las empresas del 25% restante está obligada a dar al Estado entre el 40% y el 45% de sus ganancias; un número al que se llega sumando el 29,5% que debe entregar sobre sus utilidades (al menos las que no están sujetas a regímenes especiales), el entre el 5% y el 10% de las mismas que tiene que repartir por participaciones laborales y el 4,1% del Impuesto a los Dividendos. Para no hablar del costo supuesto por el resto de regulaciones burocráticas con las que una empresa tiene que lidiar en el Perú, en promedio mucho mayores que las que enfrentan sus pares en los países desarrollados (al “Doing Business” del Banco Mundial me remito).
Este 28% de la fuerza laboral y este 25% de las empresas cargan juntas con la casi totalidad de lo que el Estado recauda por renta para atender al 100% de los peruanos.
Luego está el tema de lo que esta minoría ve hacer al Estado con los recursos que extrae de ella. Un tema que es también muy relevante si hablamos de justicia. Mirémoslo en el campo de la salud pública, donde se supone el “neoliberalismo” ha causado la precariedad en medio de la que nos ha encontrado el virus. Resulta que el presupuesto de salud pública ha pasado en los últimos 20 años de S/34.046 millones a S/187.819 millones (cifras del IPE).Y resulta también que esto no se ha dado como un puro efecto del crecimiento, mientras el “neoliberalismo” despriorizaba la salud pública. Como bien lo ha resaltado De Althaus, la proporción del PBI que el Estado dedica a salud, aunque aún insuficiente, se ha multiplicado por tres en estos mismos años. ¿Ha mejorado en alguna proporción más o menos semejante el servicio de salud que el Estado presta a los peruanos?
Por supuesto, hablar de todos estos números puede ser un tanto tedioso y menos inspirador que simplemente arengar a la solidaridad. Sin embargo, es inevitable hacerlo si se quiere encontrar dónde está el problema y, por lo tanto, por dónde deben ir los ajustes y la solución.
La otra opción –seguir sacando recursos de los mismos para canalizarlos por medio de la misma tubería ahuecada– es siempre posible. Pero no producirá mucha justicia para nadie.
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