El 26 y el 27 de julio de 1872 los limeños fueron testigos de una ola de violencia que culminó con el ajusticiamiento de la plana mayor del Ejército Peruano. Al amanecer del 27 los cuerpos de dos de los militares acusados de asesinar al presidente de la República, José Balta, aparecieron colgados de las torres de la Catedral de Lima. Horas después las sogas que sostenían a dos de los hermanos Gutiérrez fueron rotas y sus despojos cayeron estrepitosamente sobre las baldosas de la Plaza de Armas. Ahí los restos de tres de los militares golpistas (el cadáver de Marceliano fue traído por una turba del cementerio donde había sido enterrado) ardieron en una enorme pira. El pánico –relató un testigo– se apoderó de una ciudad azotada, desde antiguo, por una crisis política, económica y social.
Los eventos anteriormente descritos preludian la disolución de un Estado forjado a sangre y fuego y organizado mediante un sistema prebendario. El asesinato de un presidente democráticamente elegido por orden de su guardia pretoriana da cuenta de la militarización del Estado, de la fragilidad de sus instituciones y del desborde social ante la crisis de la economía exportadora. En ese contexto, la palabra ‘pánico’, mencionada por la prensa de la época, retrata una coyuntura de miedo y de desafíos en una encrucijada histórica.
Guardando distancia de un evento histórico que marcó el ascenso de Manuel Pardo a la presidencia de la República, nadie puede dudar de que el Perú se encuentra hoy ante una nueva encrucijada más compleja que la de 1872. Más aun, al igual que en ese nefasto año, el pánico domina buena parte de una ciudadanía desprotegida por un Estado inoperante. La encrucijada actual tiene que ver con una transición democrática y una reforma del Estado inconclusa y con la corrupción generalizada. La fragilidad de las instituciones ha dado lugar a la irrupción del crimen organizado, el cual ha tomado por asalto cada rincón del país. En el Callao, por ejemplo, ya nadie duda de que el narcotráfico no solo domina sus calles sino también su principal puerto, donde se embarcan toneladas de droga a vista y paciencia de las autoridades. Entre ellas los jueces corruptos, quienes liberan a los sicarios prontuariados que policías esforzados inútilmente capturan. Cada día nos enteramos de una nueva balacera, de un nuevo crimen o de una nueva extorsión, hechos que inevitablemente acaban en baños de sangre. Lo que nos lleva a la reflexión de que el Estado Peruano no solo ha perdido el rumbo sino el monopolio de la violencia, que, junto a la administración de justicia, constituye uno de sus atributos.
Confiar que el mercado externo iba a resolver los problemas estructurales de larga data ha hecho perder no solo perspectiva histórica sino tiempo y recursos. Un tiempo y unos recursos que se hubieran invertido en la modernización de un Estado que opta nuevamente por la militarización. Porque la gran tragedia aquí es que los más vulnerables –guardianes de colegio, pasajeros de micros, campesinos defendiendo tierras y recursos o simples transeúntes de barrios populares– están pagando con su vida los errores de los que nos hicieron creer que la salvación residía en las fuerzas caprichosas del mercado. Olvidando, así, que el Perú se fundó alrededor de una noción mucho más poderosa: la ciudadanía. A ella urge volver, con proyectos creativos, en estos tiempos de pánico generalizado.