Patricia del Río

Un hombre vestido de blanco con un traje hasta los pies entra a una sala donde lo esperan diez jóvenes. La cadencia con la que se mueve su cuerpo anciano contrasta con las caras tersas, los pelos alborotados, los pantalones rasgados de sus interlocutores. Él nació en el primer tercio del siglo XX, ellos en el primer tercio del siglo XXI. Todos están nerviosos y no es para menos, les espera una larga conversación en la que el líder máximo de la contestará las preguntas, dudas y reclamos de quienes, católicos o no, se sienten lejos de una Iglesia que influye en sus vidas.

En el , el hace lo que probablemente sea la tarea más difícil de un líder de una institución conservadora: se enfrenta a quienes han sido ofendidos, no escuchados, discriminados en el nombre de Dios, y también a quienes, haciendo un esfuerzo por quedarse, perciben a su Iglesia cada día más anacrónica, más inconsecuente. Para eso toma asiento frente a Lucía Zegarra, una lesbiana que fue maltratada cuando quiso tomar sus hábitos de monja en el Cusco; se acomoda cerca de Alejandra Ramírez, argentina, católica, catequista y feminista; mira de frente a Celia Fernández, española, persona no binaria; atiende a Dadhim, Meda y Dora migrantes todos, que han sufrido ‘bullying’, acoso y violencia.

Ellos están llenos de incógnitas; él no tiene todas las respuestas.

Y es que esta reunión no está hecha para resolver las contradicciones de pertenecer a una religión basada en el amor, en cuyo nombre se está esparciendo tanto odio. Tampoco para acercar a la Iglesia a quienes se alejaron hartos de tanta hipocresía. Lo que hace Francisco, ahí sentado, es dar la cara. Asumir. Abrir un diálogo que no necesariamente lleve al consenso, sino que promueva la comprensión, y, por qué no, la compasión.

Vivimos tiempos violentos. Las redes sociales exacerban el lado oscuro del ser humano y el fin de un modelo democrático y económico genera ansiedad y expectativas. Después de años de ver fracasar al capitalismo y al socialismo como sistemas de desarrollo justos y equitativos, el mundo echa mano de modelos populistas y soluciones simplistas que se imponen sobre la base de destruir al otro. Pareciera que nos han metido en un pozo de lodo del que solo se sale aplastándole la cara a los demás. Y para que los demás no se parezcan a nosotros, dejan de ser prójimo y se convierten en migrante, dejan de ser la vecina y trocan en feminazi; y un día ya no son más amigos sino unos caviares. Pero no es fácil ser tan malo, a nadie le gusta ser el desgraciado, por eso empuñan en una mano la Biblia y en la otra el crucifijo, y le atribuyen a no sé qué mandato divino el motor de sus bestialidades.

Y es ahí donde empieza la responsabilidad del , ¿cómo actuar? ¿Abrazar causas polémicas y exacerbar los ánimos de los extremistas o defenderlos y darles carta blanca para que sigan esparciendo su intolerancia? La jugada del Papa en el documental es inteligente: les demuestra a los fanáticos que al otro no se le insulta sino se lo escucha, a los negacionistas que los abusos sexuales perpetrados por curas y monjas no se esconden, se enfrentan; a los homofóbicos que Dios no le cierra las puertas a nadie.

Algunos han querido ver en el documental una lavada de cara de la Iglesia, una puesta en escena algo hipócrita de Francisco. Algo de eso hay, pero no le quita que sea un documento hermoso, difícil de ignorar para todos aquellos que se la pasan a Dios rogando y con el mazo dando; y que nos quieren hacer creer que lo hacen avalados por la Santa Iglesia Católica apostólica y romana.

El documental está en la plataforma de streaming Star Plus, lástima que no esté disponible para el mundo entero de manera gratuita, vale la pena verlo.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Patricia del Río es periodista