Buena parte de la animadversión que genera nuestra clase política es la sensación permanente de déjà-vu. Pasan los años y el elenco no cambia. Una generación entera nace, crece y se jubila, y el cartel de atracciones presidenciales sigue presentando, más o menos, los mismos rostros y apellidos conocidos.
Ya se ha comentado ampliamente la grave crisis de institucionalidad de los partidos, cuya precariedad se debe, entre otras cosas, a esta vocación personalista de sus líderes. No están en política para ser presidentes, sino para ser emperadores.
Lo del Apra es de antología. Imposible que se renueven sus cuadros si su ‘number one’ es el mismo durante 30 años. No puedo imaginar cómo se sentirán los que ocupan la segunda o tercera fila con la idea de que nunca llegarán a la boletería. ¿No han podido cultivar y entrenar un sucesor en tres décadas? Ni siquiera el hijo de don Alan García tiene aspiraciones ciertas porque, según declaró hace poco, a lo mejor tendría que esperar sentado hasta cumplir 60 años, porque el papá no se retirará nunca de la política.
Perú Posible no anda mejor. A pesar de los tremendos anticuchos de su líder, insisten en tropezar con la misma piedra. ¿No hay nadie más que pueda reemplazarlo, sobre todo ahora que el hombre está virtualmente carbonizado? No, la crisis no es una oportunidad de recambio. Su secretario general ha salido a decir que van con Toledo, incluso si le abren juicio por el asunto Ecoteva. Eso ya no es lealtad, sino patente obnubilación.
Entre los fujimoristas, la institución que mejor reproduce su estructura organizativa parece ser la dinastía. Tipo Corea del Norte. El mérito más destacable de su candidata no son sus ideas y programas, ni su experiencia de gobierno, sino el accidente genealógico de llevar el mismo apellido de su padre.
Más recientemente, PPK pudo haber dado a todos una lección de madurez institucional. Pero lo ganó el mismo ego de sus contendores: le puso su nombre al partido. Imagino que su símbolo electoral será su cara sonriente, para que no quepa duda de que el partido es él. ¿Cuáles son las probabilidades de que un partido con sus iniciales lo sobreviva? Ninguna, pues, si hasta tuvo que torcer la ortografía para que le liguen las siglas. Ha tenido suerte de no apellidarse McFarlane.
No ayuda para nada esta egolatría de nuestros políticos. En primer lugar, porque cada elección es más de lo mismo y la platea ya está aburrida. En segundo orden, porque la política desgasta mucho y en su ejercicio siempre se cometen errores. A quien postula de nuevo, habiendo ejercido antes el cargo, le llueven sin clemencia los recordatorios de los pecados cometidos, ensuciando aun más el ring electoral, de suyo harto fangoso.
Pero lo más desalentador de estas iteraciones es que no dejan espacio a la renovación. Cambian las tendencias, los aprendizajes, las experiencias mundiales, pero los líderes “históricos” o histriónicos siguen en las fotos con la misma troupé de edecanes. Entornillados per sécula seculórum.
Por esa razón no surge nadie con filiación partidaria que traiga nuevas ideas, gestos e ilusiones. Creo que no tenemos ningún político nuevo, “presidenciable”, menor de 40 que haya estado cinco años en un mismo partido. Un indicador poco auspicioso de nuestra debilidad democrática que, como viene la mano de cara al 2016, se mantendrá inamovible, como las tenaces aspiraciones de los candidatos de siempre.