El próximo jueves se cumplirá un año desde que dio un y la coyuntura ha querido que la efeméride coincida con lo que muy probablemente sea el final de como fiscal de la Nación. El hecho de que ella fuera pieza clave para que las investigaciones que desnudaron la corrupción del castillismo avanzaran ha servido, como era de esperarse, para que el expresidente y sus simpatizantes repitan el cuento de que el 7 de diciembre del 2022 Castillo fue en realidad la víctima de un golpe, y él mismo ha escrito en sus redes sociales el último miércoles: “He ahí, sacándose los ojos, los que conspiraron y llevaron a cabo un golpe de Estado en contra [de] mi gobierno: la fiscal de la Nación, congresistas y la traidora usurpadora”.

No tiene sentido utilizar este espacio para desmenuzar esa mentira. Mucho se ha escrito ya (y se escribirá en los días siguientes, sin duda) sobre lo ocurrido esa jornada, sobre las razones que llevaron al hoy ocupante del penal de Barbadillo a salir en señal abierta a comunicarnos que inauguraba una dictadura, sobre quienes lo acompañaron en ese propósito y sobre las secuelas que su embestida dejó en nuestra siempre maltrecha democracia. Hay, sin embargo, dos reflexiones que me gustaría compartir y que, a la luz de los acontecimientos de esta semana, mucho me temo que recobran vigencia.

La primera es que el 7 de diciembre pasado Pedro Castillo completó su viraje a dictador, pero de ninguna manera lo inició ese día. Que su compromiso con la democracia era endeble es algo que ya se conocía desde su etapa como candidato. Hasta allí, sin embargo, no hay nada nuevo. Después de todo, ¿cuántos postulantes a la presidencia, al Congreso o a los gobiernos regionales y municipales ni siquiera se esfuerzan en esconder su incomodidad con las leyes, los contratos, los tratados internacionales y el escrutinio de la prensa? Lo realmente preocupante es que varias de sus acciones a lo largo de su gobierno sugerían que podía dar un golpe y muchos, especialmente en la izquierda, no pudieron o no quisieron verlo.

¿Exagero? No lo creo. Su interferencia en la policía y las Fuerzas Armadas demostró que no le interesaba respetar la autonomía de las instituciones. Su intento por neutralizar al coronel , que no tenía reparos en usar su poder para evitar que sus allegados fueran alcanzados por la mano de la justicia. Su negativa a comparecer ante la prensa, que no le importaba rendir cuentas. Su interpretación falaz de que el Congreso había negado al Gabinete de Aníbal Torres, una señal de que se preparaba para cerrarlo. Y las sospechosas movidas en la mañana del 7 de diciembre, una confirmación de ello.

Se ha dicho que la moción de vacancia que iba a votarse esa tarde y el testimonio de difundido en las horas previas al golpe sobre las coimas entregadas por Sada Goray gatillaron la decisión de Castillo. Pero, en todo caso, estos solo sirvieron para terminar de convencer a quien con sus acciones ya había sugerido que un desenlace golpista no le parecía inadmisible. Por lo que seguir sosteniendo que Castillo no dio un golpe o que se vio obligado a darlo por las circunstancias implica mirar los hechos de forma inconexa y caprichosa, como muchos tratan de verlos hoy, a raíz de lo ocurrido en el Ministerio Público.

La segunda reflexión me parece todavía más inquietante. Y puede formularse más o menos así: si alguien como Pedro Castillo pudo avanzar en sus intenciones de liquidar la democracia y llegar hasta su fase final, es porque nuestras reglas de juego se lo permitieron y porque muchos políticos y un grueso sector de la ciudadanía lo consintieron y hasta alentaron en su carrera hacia el precipicio. Y esa es una situación que, me temo, no ha cambiado sustancialmente en el último año. Así, si el gobierno anterior nos mostró lo permeables que son nuestras instituciones y el poco respeto de nuestras autoridades por la separación de poderes, el entramado alrededor de la fiscal de la Nación es un recordatorio angustiante de ello. Es como si, de alguna manera, el 7 de diciembre del 2022 no hubiese terminado de pasar y podría repetirse en cualquier momento con otros protagonistas y quizás con otro desenlace.

Que Pedro Castillo eligió terminar su gobierno como un golpista es una verdad incontestable, tanto como el hecho de que las condiciones que le facilitaron ese zarpazo continúan incólumes.

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