En el Perú, el chiste cuenta que las proyecciones de los economistas tan solo existen para dejar bien a las proyecciones del Senahmi: basta que cualquiera haga una predicción para que suceda lo contrario. Y es que el clima, como la economía, son sistemas complejos, con miles o millones de partes interactuando simultáneamente bajo patrones que no se entienden del todo, y en los que pequeños desbalances imperceptibles pueden gatillar enormes cambios sin ningún aviso. En la economía, además, el factor humano hace todo mucho más complicado.
Dicho eso, no debería dejar de llamar la atención la enorme corrección que ha habido en las expectativas de crecimiento económico para este año en el Perú. Hacia enero, los analistas económicos y participantes del sistema financiero encuestados por el Banco Central de Reserva del Perú (BCRP) esperaban que durante el 2023 el PBI se expandiese aproximadamente 2,3%. En la última encuesta de expectativas, de finales de agosto, la cifra era del 1%. La corrección es similar a la de los documentos oficiales del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF): de esperar una expansión en el 2023 de 2,5% en abril, el MEF pasó a proyectar 1,1% apenas cuatro meses luego en el Marco Macroeconómico Multianual (MMM). Es muy difícil encontrar otro período en la historia económica nacional reciente en el que las expectativas hayan caído tan fuerte y tan rápido sin que medie una crisis financiera internacional, un fenómeno natural devastador o una pandemia.
En el MMM –un documento bastante sólido, por lo demás– el MEF comenta que la contracción de la primera mitad del año se debió a “la conflictividad social, choques climáticos adversos como el ciclón Yaku y el fenómeno El Niño (FEN); y condiciones de financiamiento y contexto externo menos favorables”. Todo eso es cierto. Y, con excepción del FEN, el resto son factores temporales que no se espera se repitan con la misma magnitud en esta segunda mitad del año.
Pero en la explicación del ministerio se ha obviado lo fundamental. La economía tuvo un primer semestre muy malo principalmente como consecuencia de la confianza deprimida desde abril del 2021 y del golpe que sufrió el aparato público desde entonces. El vacío que dejaron aquellas decisiones de inversión privada, de todo tamaño, que no se tomaron durante el periodo del expresidente Pedro Castillo, empezó a hacerse obvio desde finales del año pasado, y se siente con toda fuerza durante el año actual. Y ese vacío tira hacia abajo la producción, el consumo, la recaudación de impuestos y el empleo de hoy. La paradoja de ciclos políticos tan cortos como los que vive el Perú actual –con el presidente promedio en el cargo por no más de 18 meses desde el 2016– es que lo que siembra (o deja de sembrar) una administración lo cosechará (o dejará de cosechar) la siguiente.
Así pues, es verdad que factores estacionales o anómalos explican parte del pobre desempeño económico de este año (el caso de la pesca es el más emblemático), pero sería un grave error ningunear la seriedad de las causas más estructurales del estancamiento, y que trascienden al gobierno anterior. A mediano plazo, estas tienen que ver con la ausencia de un marco laboral que promueva la contratación formal, el impacto de la conflictividad social sobre las inversiones o la ubicua cultura burocrática nacional. A largo plazo, brechas de capital humano e infraestructura, además de la volatilidad y fragmentación del sistema político, merman la competitividad.
Para los siguientes años, el mercado espera ahora expansiones del PBI peruano no mayores al 3%. Esa velocidad es inaceptable para un país como el Perú y –de prolongarse– nos condenaría a mantenernos como una economía en desarrollo por décadas, sin reducir significativamente la pobreza o ensanchar la clase media. Mientras no asumamos la gravedad de que ese sea ahora el escenario base –y ya no el pesimista–, la reacción tardará en llegar. Y podría ser, entonces, demasiado tarde.