Estoy de acuerdo con el comunicado que publicó el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS) rechazando los términos de la carta enviada por el presidente electo Pedro Castillo contra Willax Televisión al ministro de Transportes y Comunicaciones.
No se trata de una defensa de los contenidos difundidos por esa casa televisora. Solo alguien muy distraído lo entendería así, pero no faltará el extraviado que ahora crea que el autor de esta columna apoya a Willax. Se trata más bien de la custodia de la institucionalidad y de los principios más elementales de la libertad de expresión y prensa.
Con relación a lo primero, debe recordarse que el cauce adecuado para denunciar alguna infracción ética de una empresa de radio o televisión es presentar una queja ante la misma emisora (Reglamento de la Ley de Radio y Televisión, art. 98-D). Solo en caso de respuesta insatisfactoria se podría acudir, no al ministro, sino a la Dirección General de Fiscalizaciones y Sanciones en Comunicaciones.
Y respecto a lo segundo, la misiva firmada por el líder político y su asesor jurídico Julián Palacín asemeja, por su vaguedad, una arremetida contra la sola existencia del canal, de algún programa o periodista. Y aunque a muchos de nosotros nos pueda parecer desagradable lo que aparece en una determinada frecuencia televisiva, eso, por sí mismo, no califica como una infracción ética o administrativa. Se necesita, pues, un señalamiento concreto de aquella locución o imagen que vulnera alguna de las obligaciones previstas en sus propios códigos de ética o, en su defecto, el aprobado por el Ministerio de Transportes y Comunicaciones. Así las cosas, la esquela con la rúbrica del futuro mandatario linda peligrosamente con la censura editorial.
Por otro lado, también preocupa que algunos comunicadores y periodistas respalden con entusiasmo intervenciones estatales que podrían concluir en la cancelación de la concesión de un medio de comunicación. No es difícil advertir el tremendo peligro que supone que un poder político, como un ministerio, sea el encargado de decirle a un medio de comunicación qué puede difundir y qué no. ¿Qué mejor regalo se le podría dar a un gobierno autoritario que poder castigar a los medios que lo fiscalizan? ¿Acaso las reiteradas arremetidas y repartijas congresales para elegir a un Tribunal Constitucional a su medida no son huellas suficientes como para no poner al gato como despensero?
Lo anterior, por supuesto, no implica que medios y periodistas tengan carta blanca para hacer lo que quieran. Simplemente es una admisión de que la supervisión está mejor en manos distintas a las de quienes ostentan el poder político.
La ciudadanía, por ejemplo, no solo tiene literalmente el control remoto en sus manos como mecanismo de vigilancia, sino también la capacidad de activar los mecanismos de queja (autorregulación) y judiciales que la ley le reconoce. Y esto puede ser aplicable tanto para los casos en que un conductor hace apología a la violencia o en el que un programa difunde deliberadamente información falsa con el objetivo de desacreditar algo o a alguien.
Si los medios de comunicación empiezan a internalizar los costos de los daños que generan a otras personas o a la sociedad en su conjunto, quizá cumplan con mayor diligencia su quehacer periodístico.
Por su parte, antes de tajar el lápiz para firmar cartas intimidatorias, el futuro jefe del Estado debe ser consciente de que si tiene algún agravio que tratar con un medio de comunicación, tendrá que hacerlo como cualquier otro ciudadano.
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