Las democracias latinoamericanas, incluida la peruana, encierran una ironía fatal.
Los gobiernos e instituciones que nacen de las democracias terminan generalmente colocándose contra ellas a causa de que se limitan a ejercer poder sin autoridad.
La sola capacidad de decidir, persuadir, imponer y hasta coaccionar en democracia, con la ley en la mano, no trae consigo autoridad. Esta se funda en la honestidad, en la legitimidad, en la credibilidad, en la buena y convincente comunicación, en el reconocimiento público de propósitos y acciones y, por supuesto, en el respeto a las jerarquías y en la debida obediencia.
Javier Milei ha ganado su derecho democrático a gobernar Argentina no solo por representar una alternativa válida de poder, sino porque, a su vez, representa una alternativa válida de confianza pública.
Lo ocurrido en Ecuador nos demuestra el ímpetu infatigable de políticos y gobernantes por ejercer el poder sin haber construido lo que más le ha faltado a la conducción de este país en los últimos años: autoridad; es decir, fuerza moral. Solo cuando los hechos consumados de rebelión, corrupción y violencia han puesto a Ecuador al borde del precipicio, el gobierno de Daniel Noboa parece haber entendido el valor de la autoridad democrática.
Noboa ha tenido que ver la nube negra de la desestabilización política de su país sobre su cabeza para actuar como ha actuado, rodeando exitosamente de confianza pública las duras medidas aplicadas contra la escalada de violencia.
Noboa pensó erróneamente antes como todavía piensan hoy muchos de sus pares en la región: que dialogar, negociar y concertar con las fuerzas políticas adversas, muchas veces tragándose sapos y cediendo estratégicas posiciones, importa menos que mantener confrontaciones radicales, vivir de ellas y sacarles provecho. La vieja ley de dividir para reinar o de reinar en la división resulta preferible al esfuerzo siempre difícil y complejo de construir autoridad ganándose el reconocimiento público.
Las democracias latinoamericanas pueden ser tan fuertes como respetables, tan garantes de la paz, la ley y el orden como defensoras del bienestar y los derechos humanos. ¿Por qué tienen que esperar que esto sea patrimonio de los autoritarismos, como el de Nayib Bukele en El Salvador?
Pareciera que fuera una utopía maldita construir autoridad en democracia.
Los ciudadanos delegan poder presidencial, parlamentario, regional y municipal a través del voto para que las autoridades elegidas sean obligadas gestoras y mediadoras de sus demandas e intereses y no oportunistas motivadoras de su insatisfacción y frustración.
Si el 7 de diciembre del 2022 las instituciones democráticas peruanas no hubiesen reaccionado como reaccionaron, rápida y ejecutivamente en defensa de la democracia y, fundamentalmente, ejerciendo legitimidad y confianza públicas, hoy podríamos estar viviendo una de las típicas tiranías del socialismo del siglo XXI para la que estaban pintados el golpista expresidente Pedro Castillo y su entorno.
Hace falta rescatar el principio y el ejercicio de autoridad en el quehacer democrático y del Estado, desde los pequeños y cotidianos gabinetes técnicos sectoriales a los habituales consejos de ministros, pasando por los partidos políticos representados en el poder.
La búsqueda incesante de entendernos en lugar de la tendencia incesante a dividirnos, por encima y más allá de la separación de poderes.
¿Qué hacen gobernantes, ministros, legisladores, jueces, fiscales y generales ejerciendo poder y muchas veces espectacularmente sobre el narcotráfico, el terrorismo, la corrupción, el crimen organizado, la delincuencia y la informalidad, si al mismo tiempo no ejercen autoridad, con la suficiente fuerza moral y el respaldo ciudadano que dictan las circunstancias?
¿Qué habría pasado si el Tribunal Constitucional no hubiera ejercido autoridad real, además de poder, a la hora de hacer efectivo el indulto al expresidente Alberto Fujimori? Su solo poder de dictaminarlo hubiese terminado arrollado por la verborrea jurídica de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ahora trata de imponer a los estados signatarios resoluciones de coyuntura en lugar de sentencias firmes.
¿Qué habría pasado igualmente si la suspendida fiscal Patricia Benavides, lejos de replegarse en las cuatro paredes de su despacho, cargada de miedos y presiones de funcionarios subalternos y agentes políticos externos, hubiera ejercido real poder y real autoridad en la cabeza del Ministerio Público, controlando, como debe ser, y sin menoscabo de las competencias jurisdiccionales, cada tuerca y tornillo de la persecución del delito en todas sus formas? ¿Una fiscal de menor rango y un coronel adscrito a esta habrían podido montar el espectáculo político y mediático que precedió a sus suspensión sin el básico debido proceso? Indudablemente no.
Cuando por alguna razón no se puede ejercer autoridad desde los escalones jerárquicos del poder hay que construirla tendiendo puentes y consensos como una opción para generar confianza y sentido de futuro, más aún en las sociedades latinoamericanas duramente golpeadas por la desilusión y el desconcierto.