El breve régimen de Pedro Castillo, percudido por la corrupción, el autoritarismo y la mera estupidez, fue una oportunidad de aprendizaje para todos, pero en especial para la izquierda peruana. O, por lo menos, debió serlo.
El final catastrófico del cuento de hadas bucólico, del campesino de sombrero, alérgico (inicialmente) a las corbatas, que llegó a la presidencia cargando todas las banderas que la izquierda le hizo caber en la mano, aunque sea debió desembocar en el descubrimiento de la humildad para este lado del espectro político. Pero si algo ha hecho con la izquierda la experiencia castillista ha sido empeorar muchos de sus vicios.
Para comenzar, la relativización, ensayada por múltiples zurdos nacionales, de lo que fue un meridiano intento por quebrar el orden democrático el 7 de diciembre, demuestra que las convicciones democráticas de este sector son débiles, en el mejor de los casos, y cosméticas, en el peor. Como muestra basta ver la campaña, con alcance internacional, que ha emprendido la exministra de la Mujer Anahí Durand a favor del ex jefe del Estado. Ella ha llegado a decir que “pensar que el 7 de diciembre surgió un golpe de Estado es una irresponsabilidad”. Y junto con algunos de sus pares ideológicos, como el congresista Pasión Dávila y la activista Lourdes Huanca, han llegado a conformar un grupo para defender al interno del penal de Barbadillo frente a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Por otro lado, está la mella que ha dejado en la izquierda la participación en (y la complicidad con) la administración Castillo. Un asunto que podría haberse edulcorado con un acto de genuina contrición de las partes involucradas, pero hemos estado lejos de ello. Verónika Mendoza, por ejemplo, se ha referido en más de una oportunidad a la “traición” del expresidente, pero apenas ha reconocido una “cuota de responsabilidad”. No hay que olvidar, empero, la alianza que concretó con el ‘profe’ en el camino al balotaje, con la firma de un documento en el que este se zurró en más de una oportunidad. Por otro lado, la misma Anahí Durand, antes parte del movimiento Nuevo Perú, fue uno de los “cuadros” de Mendoza en ese gobierno, al igual que Roberto Sánchez, dueño de la inscripción que tan útil le ha sido (y sospechamos que le será) a la excongresista.
Pero quizá lo más grave sea la actitud asumida tras el golpe y a propósito de las protestas, que fueron juzgadas por nuestra izquierda como una oportunidad ideal para insistir con sus pedidos maximalistas, como el llamado a una nueva Constitución. En ese contexto, no les molestó plegarse a lo que, a todas luces, fueron levantamientos violentos contra el orden democrático, azuzados desde las épocas de los consejos de ministros descentralizados que lideraba el incendiario Aníbal Torres.
En este punto, además, no solo han demostrado falta de humildad y de vergüenza por el proceso de destrucción del Estado del que fueron parte, sino que insistieron en una de sus características más latosas: el insinuar que tienen el monopolio de la moral y de la realidad. Así, actos de corte terrorista como los ataques a aeropuertos y la destrucción de comisarías fueron evaluados como expresiones de hartazgo del “pueblo” frente a la indolencia de Lima. Y gestas fracasadas, como la llamada ‘Toma de Lima’, fueron abrazadas y hasta empuñadas como parábolas en desarrollo.
Hoy, en las redes sociales se siguen postulando pretextos para el golpe del 7 de diciembre y, con el respaldo de algunos mandatarios extranjeros como AMLO, Gustavo Petro y Xiomara Castro, mucha de la izquierda local se mantiene enfocada en victimizar a Castillo y en promover aquello que nunca han podido ganar en las urnas: el cambio de la Constitución…
En palabras de Bad Bunny, entonces, la izquierda peruana puede decirle a Pedro Castillo con la más absoluta seguridad: “Ahora soy peor, ahora soy peor por ti”.