"De la campaña electoral de este año no se podía esperar mucho más: promesas que suenan bien pero con poco sustento son parte consustancial de estos trances" (Foto: Presidencia de la República).
"De la campaña electoral de este año no se podía esperar mucho más: promesas que suenan bien pero con poco sustento son parte consustancial de estos trances" (Foto: Presidencia de la República).
/ Karel Navarro
Diego Macera

Nadie puede decir con seguridad cuándo empezó, pero para cualquier persona relativamente atenta a la coyuntura política peruana es claro que esta ha entrado en proceso de degradación populista. Y, como el inicio es desconocido, las causas que lo motivaron son también inciertas. Algunos, con razón, señalarán que este es un proceso global y que ha infectado seriamente en los últimos años también a EE. UU., Chile, Argentina, España y otros países de Europa. Otros tendrán explicaciones más locales.

Pero por ahora poco importa cuándo empezó ni qué lo motivó. Lo importante es reconocer que está aquí y las consecuencias que puede traer. Los exponentes más obvios del último año y medio han sido los congresistas salientes. Contra los consejos, sugerencias y advertencias de cuanta institución y especialista hubiese en el camino, los parlamentarios se apresuraron en aprobar docenas de normas que carecían del mínimo sentido legal o económico. No es que antes no hubiese existido un impulso populista –como en cualquier democracia, siempre ha estado ahí–, pero sí era el caso que, cuando el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), la SBS, el Banco Central de Reserva (BCR), la Contraloría, la Defensoría del Pueblo, el Indecopi y toda otra entidad especializada en la materia de turno se oponía al proyecto de ley, este normalmente perdía tracción. No fue el caso en el Congreso anterior. Se sabe de sobra, pues, que una de las características clásicas del es el ninguneo de los especialistas a favor de los verdaderos intereses del “pueblo”, que solo ellos saben interpretar.

De la campaña electoral de este año no se podía esperar mucho más: promesas que suenan bien pero con poco sustento son parte consustancial de estos trances. Más preocupante, no obstante, es que este discurso se haya instalada y normalizado ya desde la misma Presidencia de la República.

Previo a su juramentación, el presidente había adelantado varias propuestas de corte populista, como la reducción de salarios a ministros y congresistas (lo que solo debilitará aún más la atracción de talento en el sector público). Y durante el discurso de ayer abundó en este estilo: préstamos por doquier garantizados por los contribuyentes, retiro de “delincuentes extranjeros” en el plazo de 72 horas, “rentabilidad social” para la minería, un millón de empleos públicos temporales adicionales (vale recordar que toda la planilla estatal es aproximadamente 1,5 millones de trabajadores), Internet como derecho, un claro tono de confrontación con la actividad privada, entre otros varios puntos. Muchos de estos asuntos estaban dentro de lo que se esperaba del discurso del presidente; y ese es precisamente el problema.

Que la retórica populista haya ganado terreno en los últimos años no significa que debamos acostumbrarnos –pasivos– a su normalización. Ser condescendientes o comprensivos con la narrativa populista – ‘hacer política’, le decimos a veces– es una típica actitud paternalista y soberbia. Las malas ideas deben ser confrontadas activamente con evidencia y empatía.

En este frente, no hay buenos presagios para los meses y años que se vienen. El discurso público hasta hace relativamente poco trataba sobre cómo construir y mejorar sobre lo que hay; hoy se debe enfocar en cómo evitar perder lo ya avanzado. La cancha está inclinada, y eso significa que los esfuerzos para conservar la sensatez económica y social en el país deben duplicarse. El primer paso, sin embargo, es empezar a llamar al populismo por su nombre.

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