"Si bien disolver el Congreso y forzar la constituyente podría lograrse cumpliendo nominalmente los procesos, no puede ser válido si el fin es manifiestamente antijurídico, injusto y absurdo" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Si bien disolver el Congreso y forzar la constituyente podría lograrse cumpliendo nominalmente los procesos, no puede ser válido si el fin es manifiestamente antijurídico, injusto y absurdo" (Ilustración: Giovanni Tazza).

Apenas inaugurado el nuevo gobierno del profesor –y su mentor político, – se reveló su entraña potencialmente autoritaria (o totalitaria) con la designación como primer ministro de Guido Bellido, declarado admirador de terroristas y dictadores. Ardieron las redes sociales y aparecieron alusiones a exitosas series de intriga política como “House of Cards” y “Juego de tronos”. Tomo de esta última el título de un episodio (‘The wars to come’), pues resume el previsible escenario de los próximos meses.

En efecto, todo indica que tocará abordar –y gestionar– un nuevo y exacerbado enfrentamiento de poderes. Se ha comentado que el Gabinete Bellido parece una provocación, pero ¿con qué propósito? Si bien el perfil psicológico del presidente Castillo parece todavía inescrutable, la configuración psiquiátrica (e ideológica) de Cerrón permite conocer su objetivo, explícitamente declarado, de tomar el poder a como dé lugar, concentrarlo y atornillarse en él. Las instituciones constitucionales de la democracia liberal son un obstáculo para ello y por eso se propone removerlas. De ahí la insistencia en una asamblea constituyente. De ahí también la presumible intención de que el Congreso no otorgue al Gabinete la investidura. Y si eso pasa, bastaría con hacer cuestión de confianza sobre la nueva Constitución para que el Legislativo quede entre la espada y la pared: o lo concede (y abre la caja de Pandora del proyecto totalitario), o lo deniega y queda expuesto a su “constitucional” disolución.

Uso comillas porque lo aparentemente constitucional no necesariamente lo es, sustancialmente. Si el fin no justifica los medios, los medios tampoco justifican el fin. Es un principio general del derecho que un resultado manifiestamente injusto, antijurídico o simplemente absurdo no resulta válido solo porque el proceso que lo produjo cumpla las formalidades. Ellas no convalidan aberraciones. Pensemos en las leyes nazis, invalidadas en los juicios de Nuremberg. Medios y fines deben ser copulativamente legítimos. Los intentos de vacar a PPK y la efectiva vacancia de Vizcarra cumplían el proceso (número de votos), pero el resultado era antijurídico: destruir un presidencialismo que explícitamente les daba inmunidad. La disolución “fáctica” del por parte de Vizcarra cumplía el fin (evitar que el Congreso se burlara del mecanismo del voto de confianza al concederlo nominalmente, desconociéndolo en la práctica), pero no siguió un debido proceso: la declaró unilateralmente el Ejecutivo (el TC debió decir que la contienda de competencia debía ser previa a la disolución).

Si bien disolver el Congreso y forzar la constituyente podría lograrse cumpliendo nominalmente los procesos, no puede ser válido si el fin es manifiestamente antijurídico, injusto y absurdo. Las constituciones del socialismo del siglo XXI son, además de moral y jurídicamente aberrantes, contradictorias, porque reconcentran poder –”constituciones semánticas” (Karl Loewenstein)– cuando el constitucionalismo nació precisamente para limitarlo.

A quienes hemos denunciado la vena autoritaria de Cerrón/Castillo usualmente nos han replicado que “el Perú no es Venezuela porque no hay petróleo”. Es cierto que el Perú es distinto –generalmente más complejo– que los países vecinos, pero eso en ningún sentido nos inmuniza de una eventual dictadura incluso más sanguinaria que las de otros países. Toda Latinoamérica tuvo guerrillas, solo el Perú el terrorismo demencial de Sendero.

¿Qué debería hacer ante esto la oposición? No exagero al afirmar que enfrentará sus horas más oscuras, decisivas y demandantes. Si se combate una amenaza antidemocrática es para preservar la democracia; propiciar un golpe es rebajarse al nivel de los protodictadores. Por eso he criticado implacablemente el macartismo de la derecha ultramontana. Pero la democracia no puede ser boba y suicidarse. Debe ser estratégica. No debe, pues, quemar una “bala de plata” y denegar la investidura al Gabinete.

Otras herramientas institucionales –la dialéctica del debate presupuestario, las interpelaciones y censuras ministerio por ministerio, la elección de un nuevo TC, medidas cautelares en procesos competenciales y hasta una eventual vacancia bien fundamentada, si se configura la causal– pueden dar forma a una “paranoia democráticamente productiva” (3/7/21) que si bien afectará la gobernabilidad, podría salvar la democracia. Porque, a diferencia de lo ocurrido en el gobierno de PPK, torpemente obstaculizado por el fujimorismo, hoy el poder Ejecutivo sí amenaza la continuidad democrática. Pero para ello primero toda la oposición debe alinearse y enfocarse en lo importante: impedir que llegue el invierno autoritario.

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