Cuando la ideología se convierte en una forma sofisticada de posverdad, puede producir desde explicaciones conspirativas alucinadas, como la de que Sendero Luminoso (SL) fue creado por la CIA y la Marina, hasta guerras cuasi religiosas, como la que le declararon SL y el MRTA al Perú, con el resultado terrible de decenas de miles de muertos. Porque el origen de SL y de su lucha armada no fue el que señaló el ahora excanciller Héctor Béjar, ni tampoco la pobreza, sino la ideología marxista-leninista que postula la lucha de clases y la toma violenta del poder por el partido como vanguardia del proletariado.
Pero ahora ya no es “la lucha armada el método de liberación de los pueblos”, le dijo Vladimir Cerrón a Enrique Castillo, sino la asamblea constituyente, y quien la pide “es el pueblo con su vanguardia, que es el partido”. La misma fraseología para imponer un constructo cuya finalidad es concentrar y perpetuar el poder en manos del partido. Es decir, suprimir la libertad política y económica.
Pero, como indican las encuestas, el “pueblo” no quiere mayoritariamente una nueva constitución ni otro modelo económico, y la asamblea constituyente es prioritaria solo para el 5% de los peruanos (Datum). Sin embargo, la ideología tiene su propio pueblo, que es el que encarna el partido o el líder. Interesa el pueblo iluminado, dotado de conciencia. Es decir, el partido. El propio Pedro Castillo es también la voz del pueblo.
La ideología le hace ver a Cerrón una dependencia neocolonial de nuestro país con respecto a Estados Unidos –cuando, en realidad, interactuamos más con China– y a Cuba como un paraíso social. Le hace creer que los capitales se van no por la incertidumbre, sino porque los empresarios quieren sabotear al Gobierno. Y que las empresas mineras se llevan el 70% de las utilidades cuando, más bien, ocurre al revés, si sumamos todos los impuestos que pagan más las inversiones en mantenimiento. Y que las empresas que fueron privatizadas eran muy eficientes y fueron rematadas a vil precio, así como que la gran corrupción es consecuencia del artículo 62 de la Constitución.
Castillo es el beneficiario directo no solo de la terrible pandemia, sino del ‘efecto Odebrecht’, que produjo el descrédito de la gran empresa y la destrucción de los principales líderes y partidos políticos, principalmente Keiko Fujimori, a la que pudo derrotar gracias a eso. Y debe agradecérselo a la convergencia del populismo político de Martín Vizcarra con la justicia plebiscitaria de los fiscales del equipo especial para el Caso Lava Jato.
Era lógico entonces que una encuesta de Ipsos hecha en 25 países del 26 de marzo al 9 de abril registrara en el Perú –como en casi todas partes, es verdad– una demanda por un líder fuerte que hiciera frente a los poderes políticos y económicos. Pero ni Castillo es un líder fuerte –es, más bien, liderado–, ni esa demanda tenía una forma ideológica tan marcada ni pedía la implantación de un modelo bolivariano o comunista, ni menos aun una participación ‘neo-senderista’ en el Gobierno. Era la misma demanda que entronizó a Alberto Fujimori luego del abismo en el que había caído el Perú a fines de los 80.
La diferencia es que ahora había, precisamente, un ‘antifujimorismo’, en parte también ideológico. Pues esos peligros radicales fueron señalados durante la campaña, pero muchos prefirieron no verlos porque predominó un ‘anti-keikismo’ potenciado por la persecución judicial y un antifujimorismo que ha producido, a la postre, la inversión perversa en la percepción sobre quiénes fueron los victimarios durante la violencia política y después de ella y, ahora, el asalto al poder por medios electorales.
Por todo lo anterior, no tiene sentido ni sustento insistir en propuestas y personas destructivas y moralmente intolerables. El presidente tiene que ofrecer un Gabinete (de izquierda) razonable si quiere que el Perú avance y que su Gobierno dure.
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