Siempre me ha parecido que la frase atribuida a Manuel Prado sobre que en el Perú hay problemas que se resuelven solos y otros que nunca se resuelven explica de varias formas crueles y cínicas el inevitable devenir de las crisis peruanas. Escoja cualquier crisis política, sea una causada por la voracidad de sus operadores, que festinan faenones que caen porque el sistema mismo se ha corrompido tanto que hace metástasis, como sucedió con los ‘vladivideos’; sea por la irrupción despiadada de la naturaleza, como inundaciones o terremotos, como nos pasó con El Niño costero y ahora con Yaku; sea porque las intentonas golpistas se consuman con complacencia, como en los 90, o se deshacen por impericia, como sucedió con Pedro Castillo. Pocas crisis peruanas se han solucionado aplicando una receta, una hoja de ruta, una transición ordenada bajo el concierto de los actores políticos y la ciudadanía.
La receta peruana, para bien o para mal, no es la concertación chilena ni los pactos de la Moncloa; es el reino del darwinismo salvaje, donde los ciudadanos no esperan que los políticos resuelvan sus problemas, sino que solo no los empeoren; donde las instituciones avanzan más por esfuerzos individuales que por la voluntad general de una burocracia weberiana. Patrimonialismo o muerte. Por eso, no sorprende que apenas una figura política comienza a ganar cierta estabilidad, empiece a descascararse ante la opinión pública cuando vamos conociendo su pasado, sus dudosas credenciales, sus círculos de poder. En un sistema donde cualquiera puede tener un gran poder con un poco de suerte, no solo los héroes son discretos, sino también los villanos, como alguna vez lo dijimos en el caso de Merino, Vizcarra o Pedro Castillo.
En países donde los políticos hacen carrera, todos los trapos sucios del aspirante a político son ventilados con muchos años de anticipación antes de que llegue a ocupar un importante lugar dentro de la escena nacional. Sus problemas del pasado no vienen a visitarlo tarde; lo imposibilitan de entrar en la escena pública, le levantan un muro infranqueable. Pero, en el Perú, cualquier oportunista con suerte puede detentar gigantescas cuotas de poder. Por eso las crisis peruanas no se resuelven nunca o se resuelven solas. Sea porque el político comienza a ser esquilmado por la opinión pública, se revela su pasado –como está sucediendo con Dina Boluarte– y se precipita el escándalo y la tormenta política, como en el caso de Vizcarra; o porque, a pesar de sus pecados, ha encontrado la manera de neutralizar sus inmoralidades y sobrevivir, como Castillo.
Ha habido momentos en los que una solución concertada parecía marcar el ánimo nacional, pero fueron tan insignificantes y breves –como en la Constituyente del 79 o en la transición de Paniagua– que parecen ser más bien excepciones. El carácter cíclico de los problemas nacionales habla de tensiones históricas que se confirman, de problemas que nunca acaban. Todos los actores políticos sabían que una inundación en el norte era cada vez más probable dado el cambio climático, pero como no era un problema que sirviera para ganar réditos políticos, se abandonaba. No sorprende que una ciudad entera colapse, lo que sorprende es que se sepa que va a colapsar, que mucha gente sufrirá y que no haya manera de parar el aluvión. Es un problema frente al que hemos dimitido. La foto de la presidenta Boluarte con el agua hasta las rodillas que muchos compararon con la de Fujimori en pleno fenómeno de El Niño, más que reflejar la estampa del populista enfrentando el problema con liderazgo, refleja una derrota colectiva: pasaron casi 30 años entre cada escena y el problema siguió estando ahí, ahogando a los políticos hasta el cuello. Es una foto que, bien vista, es la demostración irrefutable del fracaso, de los problemas que no se resuelven nunca.
Con políticos que fracasan por impericia y permiten que la democracia sobreviva gracias a que el problema se resolvió por sí mismo; con desastres que no se solucionan nunca y que solo hacen pensar en lo espantoso que sería que un terremoto asolara Lima en las condiciones en las que se encuentra la capital; parece que, más que encontrar soluciones y recetas, debemos alentar los mecanismos que fortalezcan las instituciones, recompensando las carreras políticas largas y las obras que solucionarán problemas para siempre aunque no sean rentables políticamente. Quizá los problemas son más posibilidad cuando los actores políticos se concentran en perdurar. Se ha demonizado tanto que un político quiera perdurar en la simpatía popular que hemos perdido los estímulos para garantizar soluciones que perduren, por lo menos, más de cinco años.