Se ha vuelto un recodo habitual del progresismo y de la izquierda local señalar al empresariado y al sistema de mercado cada vez que se desata una crisis. Y en ausencia de ella... también. Como bien señala Francis Fukuyama, es por ello que la izquierda, en casi todas partes, ha perdido esa fuerza de la que gozó en el siglo XX (incluso cuando quedan bolsones de pobreza y de desigualdad en el mundo). No entienden, aún, de qué se trata.
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Incluso en ausencia de ambientes propicios para el desarrollo empresarial, nuestra naturaleza nos predispone a la búsqueda de mejoras en la calidad de vida. Eso lo entendieron muy bien los escolásticos de Salamanca y, antes que ellos, algunos eruditos. Hoy, sin embargo, esto es sabiduría común, aquí y en la China. La diferencia estriba en la apertura que brindan los países para desatar ese ímpetu emprendedor y en el grado de desarrollo institucional que garantice aquel equilibrio entre derechos y propiedad. No por nada las sociedades más libres son más ricas, y viceversa. Singapur y Venezuela son ejemplos extremos, pero refrendan esta cruda realidad.
No se trata, por cierto, de blindar a la categoría “empresario”; tampoco de ceñir un escudo alrededor del modelo capitalista. Empresarios (léase, individuos que emprenden una actividad comercial) hay de todo tipo: los que enaltecen el término, creando valor para la sociedad y mejorando la calidad de vida de muchos a través de sus productos y servicios, y también los que babean frente a una moneda obtenida de forma ilícita. De ahí que William J. Baumol distinguiese entre buenos y malos capitalismos: los primeros privilegian la innovación y la competencia, los segundos, la distribución de dádivas entre pares o leales al régimen.
Pero usar algunos ejemplos para irse contra un modelo exitoso en múltiples frentes (incluso con las precariedades existentes) es de una ceguera monumental. Por ello, la izquierda europea viró sus ejes de disputa a temáticas culturales, medioambientales y de desigualdad social y económica. El mercado, entendieron, produce riqueza, y la riqueza se traduce en recursos públicos con los que se puede hacer mucho más en la lucha por los derechos de los marginados que de forma inversa. Dejaron atrás la revolución proletaria y la lucha de clases para fortalecerse en la lucha por la igualdad, la inclusión y la libertad.
El empresariado peruano, los emprendedores e independientes, han cambiado mucho en los últimos años. Pero, sobre todo, han cambiado al país. Pasada la destrucción económica y social de los 70 y 80, apostaron por su tierra y aportaron, en gran medida, a su reconstrucción. Hoy, dotan de ingentes recursos a un Estado calamitoso, incapaz de modernizarse, que despilfarra recursos en corruptelas (2% del PBI) e innecesarias obras faraónicas, y que ni siquiera en medio de una crisis es capaz de ejecutar sus presupuestos (33% en Salud, a la fecha).
El reto de este siglo es integrarnos a la dinámica global. Este es, además, el sueño de las grandes mayorías. Lo ven con ilusión en sus móviles, redes sociales y aplicaciones. Ir contra este sueño nos distrae y nos separa. Pero, sobre todo, abre el espacio político para el oportunista, el demagogo y el populista.