Carmen McEvoy

Hace algunos días, mientras leía sobre el extraordinario funeral de Francisco de Paula Gonzales de Vigil, celebrado en el invierno de 1875 en Lima, recordé la frase –”Yo debo acusar, yo acuso”– que el notable tacneño pronunció en el Congreso de la con la finalidad de enfrentar el autoritarismo de Agustín Gamarra. Este caudillo militar, que mandó al destierro sin trámite alguno a un presidente en funciones, José de la Mar, nunca se caracterizó por su lealtad, salvo a la causa que más lo obsesionó: sobrevivir políticamente. Teniendo en consideración la crítica coyuntura actual, de degradación institucional acelerada y, lo que es aún más grave, ausencia de una salida viable –porque el binomio poder y prebenda personal aún perviven–, traté de imaginar cómo se hubiera sentido Vigil en el año que “celebramos” el bicentenario de la promulgación de la primera republicana. Es importante recordar que la vida del notable liberal tacneño transcurrió por los laberintos de una república en guerra consigo misma.

Es muy probable que el ocho veces diputado, una vez senador además de director de la Biblioteca Nacional, hubiera alzado la voz contra las constantes faltas de respeto contra el . No solo de parte de la patética Digna Calle, quien ahora se cree una suerte de abanderada de una institución que mancilla con sus caprichos, sino de un poder del Estado que como el Congreso se encuentra fuera de control. Porque, para nuestra desgracia, ha sido tomado por la soberbia, la ignorancia y la rapacidad sin límite. Viejos vicios de la república contra los que el autor del “Catecismo patriótico para el uso de las escuelas municipales del Callao” intentó, de diversas maneras, luchar.

El asociacionismo fue el medio utilizado por la sociedad civil para preservar, a lo largo de las primeras décadas de la república, ciertos espacios de autonomía frente a las amenazas tanto del Ejecutivo como del Legislativo. En la “Importancia de las asociaciones”, Francisco de Paula Gonzales Vigil argumentaba que los hombres eran seres eminentemente sociales. Y por ello la realización humana estaba unida a la activa participación de los individuos en los asuntos vinculados al fortalecimiento de la comunidad. Al igual que en otros países, que vivieron experiencias similares, el asociacionismo fue planteado como un espacio alternativo de poder ciudadano. Un pueblo sin asociaciones, subrayaba Vigil, estaba condenado a ser “dominado por el arbitrio del más osado”. La ciudad de Lima y otros núcleos provincianos fueron parte de una oleada de actividad asociativa. Esta tendencia de generar asociaciones favoreció, de acuerdo con Carlos Forment, la permanencia y la estabilidad de los lazos sociales. Hizo más frecuentes las formas cívicas de compromiso y con el tiempo, como fue el caso del civilismo, condujo a la institucionalización partidaria.

Las asociaciones que Vigil tanto promovió mostraron su profundo agradecimiento en su extraordinario funeral por el que se decretó duelo nacional. En lugar de ser enterrado, como fue su última voluntad, en la isla San Lorenzo, el cuerpo del incansable bibliófilo y activista fue depositado en el Presbítero Maestro, donde le rindieron homenaje la Sociedad Fundadores de la Independencia, los estudiantes del Convictorio de San Carlos, la Sociedad Filarmónica, la Sociedad Amigos de las Artes, la Sociedad de Beneficencia de Lima, las logias masónicas, entre otras más.

En esta etapa tan amarga de nuestra historia, en la que el golpe de Estado de un presidente –que traicionó las esperanzas de los desposeídos– fue el preludio de una reacción conservadora que aún no sabemos a qué nos llevará, es bueno recordar que la república del Perú fue planteada como una “sociedad de sociedades”. Y esta tendencia a asociarse para sacar adelante lo mejor de cada uno en beneficio del bien público se ha mantenido, a lo largo de las décadas, a pesar de las innumerables crisis que nos crispan, violentan y fragmentan. En mi columna pasada, recordé el esfuerzo admirable de la Biblioteca Miguelina Acosta del jirón Contumazá en el Cercado de Lima, y en esta oportunidad quisiera llamar la atención de otra extraordinaria asociación cuyo interés es preservar la naturaleza, en específico las lomas, para el disfrute de los limeños. Ciertamente, Lomas del Paraíso de Villa María del Triunfo apuesta no solo por la recuperación de la flor de Amancaes, el emblema de nuestra ciudad capital, sino que promueve campañas de reforestación y de visibilización de carreras tan importantes para el futuro del Perú como la biología, la ingeniería forestal, entre otras más. Y ese esfuerzo, poco conocido, debe ser motivo de alegría, orgullo y enorme esperanza.

Comparto esta nueva entrega de Mesa Compartida, programa de conversación con Cesar Azabache. El tema es Catástrofe y reinvención


Carmen McEvoy es historiadora