Dos índices internacionales publicados la semana pasada dan cuenta de lo estructural de la crisis del Perú. Si bien son muchos los factores que explican la inestabilidad política crónica de nuestro país, la coincidencia de ambos merece que nos detengamos en ellos.
El Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2022 de Transparencia Internacional confirma que la corrupción sigue siendo un problema predominante en las Américas. “Esto ha favorecido que las redes criminales se consoliden y ejerzan un poder considerable sobre actores políticos en muchos países, lo cual agudiza la violencia en la región que presenta la mayor tasa de homicidios per cápita”, señala el documento.
El IPC clasifica 180 países y territorios según las percepciones de corrupción en el sector público, en una escala de 0 a 100, en la que 0 equivale a muy corrupto y 100 a muy baja corrupción. El promedio de las Américas se mantiene en 43, con casi dos tercios de los países con una puntuación inferior a 50. La media la elevan Canadá (74), Uruguay (74) y Estados Unidos (69), que se ubican a la cabeza de la región. El polo opuesto son Nicaragua (19), Haití (17) y Venezuela (14), cuyas “instituciones públicas han sido infiltradas por redes criminales”. El Perú obtuvo el mismo puntaje que en el 2021 (36), cuando ya se habían hecho públicos los primeros escándalos del gobierno de Pedro Castillo.
Desde su creación en 1995, el IPC se ha convertido en el principal indicador mundial de corrupción en el sector público. Utiliza datos de 13 fuentes externas, incluidos el Banco Mundial, el Foro Económico Mundial, empresas privadas de consultoría y evaluación de riesgo, entre otros. Las puntuaciones reflejan las perspectivas de expertos y empresarios.
El otro ránking publicado estos días es el Índice de Democracia 2022, una clasificación que la Unidad de Inteligencia de “The Economist” realiza desde el 2006. Analiza el estado de la democracia en 167 países y territorios sobre la base de cinco categorías: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles. En función de sus puntuaciones, clasifica a cada país como “democracia plena”, “democracia defectuosa”, “régimen híbrido” o “régimen autoritario”. En el Índice de Democracia 2022, el Perú pasó de “democracia defectuosa” a “régimen híbrido”. Esto último significa que el país tiene rasgos que impiden considerarlo como una democracia plena, pero no llega a ser una autocracia.
Según este índice, 72 de los 167 países y territorios analizados –es decir, el 43,1%– pueden considerarse democracias. El número de “democracias plenas” aumentó a 24, frente a las 21 del 2021. Chile, Francia y España volvieron a unirse a los países mejor clasificados (aquellos con una puntuación mayor de 8 sobre 10). El número de “democracias defectuosas” se redujo en cinco, situándose en 48 en el 2022. De los 95 países restantes en el índice, 59 son “regímenes autoritarios” (los mismos que en el 2021) y 36 son “regímenes híbridos”, frente a los 34 del año anterior. Estos dos nuevos integrantes son Papúa Nueva Guinea y el Perú.
La caída del Perú en el índice se explica por el fallido golpe de Estado de Pedro Castillo y la convulsión social que vive el país tras el ascenso constitucional de Dina Boluarte. Pero también se entiende por un entorno político cada vez más inestable, con seis presidentes y tres Congresos diferentes desde el 2016, “polarización extrema y una alta tolerancia al gobierno militar”.
“The Economist” llama la atención sobre el debilitamiento de la capacidad del Estado durante el gobierno de Castillo, con más de 80 cambios ministeriales y el nombramiento de muchos ministros sin experiencia relevante, y concluye: “Este legado pesará sobre la economía peruana, así como sobre la calidad de su gobernanza y su democracia, durante muchos años”. A eso creo que hay que añadir el impacto que la guerra contra el terrorismo sigue teniendo en un país con frágil institucionalidad como el nuestro.
La coincidencia en la publicación y el contenido de estos dos índices se unen, a mi juicio, con otra: la corrupción y el debilitamiento institucional se enraizaron con mucha más fuerza en nuestro aparato estatal desde el autogolpe de Alberto Fujimori en 1992, y en gran medida nos llevaron al fallido autogolpe de Castillo de diciembre último. Sobre el gobierno de Fujimori, la publicación británica señala que su “régimen practicó el soborno y la corrupción para salirse con la suya. No tenía tiempo para los partidos políticos. Y en cierto modo debilitó al Estado. El crecimiento económico y las políticas de libre mercado continuaron bajo gobiernos democráticos desde el 2000. Pero la corrupción floreció y el sistema político decayó”.
Hoy somos testigos de los enfrentamientos más letales ocurridos en décadas entre agentes de las fuerzas de seguridad y manifestantes. Y, hasta ahora, no hay ningún responsable, ni siquiera político. Mientras tanto, el Congreso de la República sigue sin ponerse de acuerdo sobre cuándo tendremos nuevas elecciones generales sin entender que lo que está en juego es la supervivencia de nuestra democracia. A ver si lo entendemos de una buena vez.