Carlos Meléndez

“¿Estaría de acuerdo o en desacuerdo con que su hija se case con un castillista?”. Para contestar esta pregunta –que suele emplearse en estudios para medir la –, usted tendría que, primero, hacerse una idea de cómo es (y cómo luce) un seguidor de , no solo en términos ideológicos, sino también sociales. El proceso cognitivo que sugiere una interrogante así busca indagar algo más que su cercanía o discrepancia ideológica, procurando sumergirse en sus reacciones más primarias, esas que tocan sus fibras y afectivas simultáneamente.

La mayoría de los peruanos está en capacidad de asociar un estereotipo social al castillismo (lo mismo que al fujimorismo, aprismo y otros). Es decir, no solo portar una idea del posicionamiento ideológico del castillista promedio, sino también algunos supuestos sobre su entorno social (lugar de residencia, región de origen, nivel de instrucción, etc.). Las identidades políticas subsisten en el imaginario colectivo si están, sobre todo, asociadas a estereotipos compartidos. Ello es normal y hace parte de la convivencia en cualquier arena política. Lo preocupante resulta cuando consideramos que dicha identidad política (asociada a prejuicios sociales) encaja en una visión dicotómica y maniquea del país, dividida entre un “nosotros” contra “ellos”, como grupos rivales irreconciliables. A esa situación los especialistas la definen como polarización perniciosa.

Efectivamente, la polarización política puede ser positiva en algunas ocasiones, pues contribuye a la cohesión de grupos políticos y hasta puede ser un elemento democratizador para oponerse a gobiernos autoritarios. Sin embargo, toma carácter nocivo cuando se superpone en conflictos sociales históricos que han generado resentimientos profundos, abismos sin puentes dentro de una misma sociedad, tan insondables que la política solo puede ordenarse en esa única línea de confrontación.

En nuestro país, qué duda cabe, la polarización política se incorpora a la división entre Lima (y la costa norte) y “provincias” (especialmente el sur), la que sirve como “proxy” de clivajes centro versus periferia, así como de reiterados enfrentamientos enmarcados en términos de ‘establishment’ versus ‘antiestablishment’. Se trata de identificaciones que al superponerse se refuerzan. Sobre estos hondos desencuentros es que se erige el “nosotros” versus “ellos”, el que solidifica en identidades partidarias negativas.

Una característica particular de nuestra polarización es que confronta principalmente a dos “antis”: el antifujimorismo versus el anticomunismo (en su versión actual de anticastillismo). Mientras que en otros países los enfrentamientos dicotómicos toman formas partidarias (demócratas versus republicanos en Estados Unidos, por ejemplo), o al menos, uno de los bandos es un partido (kirchnerismo versus antikirchnerismo en Argentina, por ejemplo), en nuestro medio no, pues carecemos de élites partidarias que puedan establecer una relación de rendición de cuentas responsable y prolongada, más allá de evitar que el rival tome el poder.

Por lo tanto, la agencia polarizadora proviene de élites económicas y culturales que utilizan sus recursos (materiales y simbólicos) para profundizar nuestras divergencias. Así sucede con el estigma de que cualquiera alineado a partir de la centroizquierda es un “comunista” que solo quiere destruir la economía (sic) y, de modo semejante, cualquier fujimorista “tiene un ADN autoritario” (sic). Estos agentes polarizadores parten nuestra sociedad a fuerza de “periodicazos” y medios de comunicación convertidos en el eco de sus prejuicios, de universidades con alergia al pluralismo (no es casual la fuga de talentos), de opinólogos e ‘influencers’ sin línea editorial, pero con obcecaciones cementadas. Lamento especialmente el rol polarizador de algunos politólogos, quienes desde el ensayo y la reformología han preferido la construcción intelectual del “otro” como rival autoritario (para autoerigirse en paladines de la democracia), renunciando así al rol sensato del académico de entender sin prejuicios los problemas del país y buscarle soluciones viables.

Justo por esto último propongo algunas medidas institucionales para la despolarización del país, siendo consciente de la magnitud inmensa del desafío. En primer lugar, tenemos que generar incentivos para formar coaliciones interpartidarias que incluyan actores moderados, tanto en la izquierda como en la derecha. Ante un mapa político de alta fragmentación, necesitamos premiar las alianzas colocando barreras altas a la entrada del reparto de curules para quienes deciden apostar por correr solos.

En segundo lugar, no podemos caer en la tentación de los distritos uninominales (un solo elegido por jurisdicción), porque estos otorgan una desproporcionada representación para uno de los bandos, concentrado geográficamente. Necesitamos una distribución de escaños en distritos pequeños (de dos o tres cupos), que respeten cautelosamente la diversidad de posiciones que conviven en una misma unidad geográfica.

En tercer lugar, sería insensato seguir la propuesta del reformólogo polarizador de elegir a un Congreso en simultáneo con la segunda vuelta presidencial, pues ello crearía dos bandos artificiales, reduciendo así el pluralismo. Idealmente, el Congreso debería elegirse en una vuelta anterior a la primera presidencial, como una suerte de primarias de pactos políticos (al estilo colombiano).

Mi intención no es exhaustiva, sino poner en la agenda la tarea de despolarizar el país. En ese sentido, no bastan los “espacios de encuentro” y de diálogo de actores que no representan genuinamente los sectores a los que pertenecen. Necesitamos encontrar los puntos que más unen (antes que los que dividen), y, sobre todo, requerimos de vocación para convivir y trabajar con quien no se coincide políticamente. Ello implica una prensa más constructiva, que deje atrás la generalización falaz con la que acomete el desprestigio de quienes se encuentran en sus antípodas. También, una academia que no se encierre en sus argollas ni siga presa de sus cegueras clasistas; una clase empresarial más inclusiva y tolerante con el disenso.

No podemos salir del estancamiento económico y del subdesarrollo institucional sin el apoyo de quienes se ubican a la izquierda y a la derecha. En nuestro país, el castillismo, el fujimorismo, los “caviares”, los conservadores, todos, conformamos una misma comunidad y compartimos, finalmente, los mismos anhelos, más allá de comer sabroso y de celebrar un gol de la Blanquirroja. Por eso mismo debería darnos vergüenza pensar que aquel que está en la acera de enfrente es un “enemigo” del país. Y si usted ha perdido esa vergüenza, lo más probable es que sufra de polarización. Mi humilde recomendación: pare de sufrir.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Meléndez es PhD en Ciencia Política