Carmen McEvoy

Llego al en una de sus etapas más amargas y desalentadoras. Cuando a vista y paciencia de una ciudadanía agotada, además de inerme e incluso indiferente, se derrumban los dos principales pilares de nuestra maltrecha república. Cabe subrayar que el proceso anterior, que apunta al deterioro institucional, pero también a la disolución de una sociabilidad –convivencia cívica la denominaron nuestros ilustrados– dista de ser un desarrollo reciente. La reflexión sobre esta encrucijada, que no se sabe a ciencia cierta cuándo acabará, tiene que ver con nuestra incapacidad de desmantelar una cultura política marcada por la traición y por una lucha brutal por capturar un Estado, dispensador de la prebenda, cuyos actuales administradores defienden ya sin un ápice de vergüenza y mucho menos de moral. En esta lucha cuerpo a cuerpo, que asemeja a una película de pistoleros en una frontera sin ley ni humanidad, asistimos al desmoronamiento de instituciones, no solamente políticas, sino culturales.

Porque, así como duele el embate desde el Congreso contra una carrera magisterial de cuya meritocracia muchas generaciones se nutrieron, aterra constatar la manera en que una sociabilidad, que nunca se caracterizó por su civismo y aprecio por el bien común, va derivando en una violencia abierta y brutal. La que se va imponiendo en nuestras calles –se habla incluso de la división de Lima por el sicariato– con la finalidad de imponer su ley de destrucción, muerte y dolor. Mientras escribo esta columna viene a mi memoria una serie de feminicidios, siendo el último uno en el que la víctima falleció de 21 puñaladas. Sin embargo, lo que todavía no logro procesar, por el horror que el acto de crueldad extrema conlleva, es la reciente violación y muerte de un angelito de 11 meses por el mismo hombre que violó a su madre de 15. Con quien –por las fallas de un sistema de justicia penetrado por la delincuencia, pero también por las carencias de una estructura familiar golpeada por una crisis sistémica– seguía conviviendo. Esa niña, cuyo dolor y daño psicológico no es posible siquiera medir y mucho menos imaginar, me remite a la suerte de otros miles de niños a los que debemos atender hoy más que nunca como sociedad. Y acá quiero referir una escena con la que me topé mientras caminaba por La Punta recordando a mi padre, un gran maestro de vida, que me enseñó a remontar los momentos de adversidad caminando, pero, también, leyendo a los clásicos. La , una virtud tan escasa en estos tiempos en que por enésima vez se descubre cómo los “bienes del Estado Peruano” se repartieron por una mafia que compromete, paradójicamente, a un expresidente campesino y maestro, se reavivó en mí. Tuve la gran suerte de ser testigo de un colegio fiscal punteño abriendo sus puertas y coincidir con un grupo de padres, madres y abuelos que bajaban del micro que los traía del Callao, de la mano de niños sonrientes, cargando mochilas y loncheras. Ese ritual de la esperanza de cientos de chalacos que conocen de la violencia y la carencia porque la viven a diario en sus barrios –algunos tomados por el crimen organizado– me ayudó a corroborar esa apuesta por la vida, el conocimiento y el bienestar de una mayoría silenciosa que cada día se levanta para llevar a cabo un acto de fe que, como bien sabemos, raramente funciona a su favor.

La educación pública es el mecanismo para defenderse de un mundo tan cruel e incierto como el que nos ha tocado vivir y que para los vecinos chalacos no es una mera abstracción. No hay más que consultar las estadísticas respecto del sicariato infantil y adolescente en el primer puerto de la república.

En una conferencia dictada en la Escuela Normal de Lima, Jorge Basadre analizó un tema muy pertinente a mi reflexión: ¿cómo hacer asequible el conocimiento histórico a los miles de escolares del Perú que tanto lo requerían? Basadre recordó a los maestros, a los que tanto apreciaba, sobre la necesidad de que los estudiantes tuvieran conciencia sobre “el recorrido del ‘hombre peruano’ a lo largo del tiempo”. Lo más importante, para quien amó tanto las humanidades, era que tanto el maestro como su pupilo repasaran juntos “el fascinante camino” del Perú como “recuerdo, destino y esperanza”. En estos momentos tan dramáticos es bueno tener en consideración la trilogía basadriana y trabajar, desde nuestras respectivas esferas, para concretar y dotar de futuro a nuestro querido y desventurado Perú.


*Comparto con ustedes esta conversación con Cesar Azabache: Frontera, violencia e identidad:

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Carmen McEvoy historiadora