Desde hace mucho tiempo, para ponerse un fajín ministerial en el Perú hay que tener más, que méritos, una carrera que deambule en los linderos de la insignificancia. Nuestra historia republicana está repleta de ministros aristócratas o de aquellos que representaban a las élites intelectuales del país y –en menor medida– a las organizaciones sociales de base. Se llegaba a ser ministro después de subir una escalera política empinada. Pero a los ministros les ha terminado sucediendo aquello que también les ha sucedido a los políticos democráticamente elegidos: han desaparecido aquellos medianamente competentes y han pululado los oportunistas que son capaces de dimitir a sus principios para convertirse en aduladores irredentos de un régimen político decadente. No es que los ministros no solo no tengan estabilidad, sino que las calidades profesionales y morales para ser ministro son cada vez más insignificantes.
Nadie quiere quemarse, solo se quedan los que no tienen nada que perder en muchos casos. Hasta los aduladores oportunistas que integran el Gabinete no son precisamente Charles Maurice de Talleyrand pues, aunque muchos pueden ser camaleones amorales, difícilmente son intrépidos en la negociación política. Son personajes a los que el fajín les cayó como le cae a un ciudadano la lotería.
Hasta hace no muchos años el establishment económico conseguía colar dentro de ministerios a personas con habilidad y lealtad. Ahora, contrario a lo que puede parecer, el establishment se ha alejado de los ministerios y se ha conformado con que los ministros les respondan las llamadas y los tengan en su agenda. No están dispuestos a meter las manos en una gestión tan vilipendiada. Y si el establishment económico ha desaparecido de Palacio, las élites intelectuales del Perú lo han hecho con mayor ahínco. Ninguno de los actuales ministros era conocido desde antes de su llegada al Gabinete por tener un cuerpo orgánico de ideas que defendiera desde su gestión. No es que haya nostalgia de un Jorge Basadre o Raúl Porras Barrenechea como ministros, pero tampoco podemos pasar tan abruptamente a gabinetes de fantasmas de Canterville que pasan a través de la gente sin tener ideas que defender. No es que los burócratas deban tener una obra intelectual que los preceda, pero al menos una idea del Perú debería habitar dentro de sus entrañas.
Es cierto que la representación política está rota en el Perú. Los estímulos para hacer carrera política se han acabado. Eso alcanza a la política democrática. Pero, a pesar de que muchos compatriotas se han formado en las mejores universidades del mundo, la mayoría ha optado por habitar espacios intermedios en la academia, la sociedad civil, quizá alguna que otra dirección en un ministerio –mejor si es una que no esté politizada–, pero no tienen ningún estímulo para asumir la más alta representación del burócrata profesional: el fajín.
Entre los juicios costosísimos que se prolongan eternamente cuando dejan el cargo y la debacle de la política profesional, muchos burócratas han optado por apartarse de la gestión pública. Muchos funcionarios calificados que renunciaron durante los gobiernos de Castillo y de Boluarte, ante el desfalco del interés público, la corrupción sistemática y la desvergüenza de servir en un régimen con las manos con sangre han sido reemplazados por Talleyrandes mediocres que ni han conseguido devolver la confianza y que salen aterrorizados de cualquier visita de campo a las regiones.
Qué barato sale juramentar como ministro. Torre Tagle es el reflejo más decadente de esta debacle. Nuestros últimos ministros de relaciones exteriores solo han profundizado la decadencia de un ministerio que parecía indemne a la decadencia política de los últimos años en el Perú. Hoy, ni Torre Tagle ni el Ministerio de Economía y Finanzas están a salvo. Acaba de terminar su gestión un ministro de Economía más famoso por hacer de portátil política en las ruedas de prensa de la presidenta que por haber reconducido la economía peruana. El fajín cuesta muy barato.
Muchos se preguntan cómo atraer a los mejores peruanos al servicio público. Quizá sería mejor preguntarse por qué muchos compatriotas se alejan de los cargos de mayor responsabilidad política, quizá no parece buena idea tener jefes incapaces de renunciar o asumir sus errores. Los cargos intermedios están a salvo, incluso hay una economía política que hace que el Estado sea muy atractivo para funcionarios de rango intermedio. Pero los ministros son ilustres desconocidos. Ya no es que no solo no se conozca el nombre de los ministros, es que parece ya no importar quien esté, pues cada vez el fajín está más devaluado.