Es común decir que el Perú está sobrediagnosticado. Que todos conocemos bien los problemas, que –mal que bien– conocemos también sus causas, y que lo que falta es el qué hacer. “Todos se quejan y nadie propone soluciones”, se escucha con regularidad.
La reflexión no es del todo cierta. La verdad es que en el Perú la abundancia de planes de política pública es proporcional a las dificultades que los motivan. Tenemos un plan –con responsables identificados y soluciones concretas, medibles, casi cronometradas– para casi todo: para el desarrollo regional concertado, para la reducción y control de la anemia, para la competitividad y productividad, para la infraestructura sostenible, y para un sinfín de otros retos públicos. Los planes de gobierno presentados al Jurado Nacional de Elecciones (JNE) cada cinco años deberían incluirse en el listado.
Algunos son bastante buenos. Parten de un diagnóstico adecuado y ofrecen alternativas realistas, con hitos año por año. Otros se asemejan más a una tarea improvisada que se hace por cumplir con el plazo y con el profesor. Algunos se presentan al público con gran fanfarria. Otros ven el fondo de un cajón burocrático mientras el papel aún está caliente de la impresora, y se quedan ahí indefinidamente. Pero la mayoría tiene algo en común: casi nunca llegan a implementarse.
Los ejemplos sobran. El Plan Metropolitano de Desarrollo Urbano de Lima y Callao 2035, del 2014, fue un esfuerzo valioso del que se usó poco o nada diez años después. Para el Plan de Nacional de Reducción de Anemia, del 2017, la anemia entre menores de 3 años pasaría del 44% en el 2016 al 19% en el 2021. La realidad es que, al primer semestre del 2023, se ubica en… 44%. Casi cinco años luego de presentado el primer Plan Nacional de Infraestructura, su avance es de aproximadamente 25% (a noviembre del año pasado, 13 de los 52 proyectos no tenían avance alguno, según Macroconsult). De los planes que suele presentar el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) para reactivar la economía, lo que normalmente se avanza es lo fácil (bonos y otras transferencias); lo difícil –como el destrabe de proyectos de irrigación paralizados– queda para repetir en el siguiente plan seis meses luego. Los ejemplos siguen indefinidamente. La pandemia sin duda puede justificar algunos retrasos, pero no tantos ni tan profundos. El Perú, pues, no solo está sobrediagnosticado. También está sobreplanificado.
Para ser claros: siempre es mejor tener un plan a no tenerlo. El hecho de que no se implementen del todo no invalida los planes como instrumento de gestión, pues alguna guía y objetivos se necesitan en el día a día. Pero hay costos en el incumplimiento flagrante. El primero, obvio, es el desperdicio de recursos (humanos, financieros, políticos, etc.) que demanda tener un buen plan que no se va a usar. El segundo es que los planes crean expectativas, y las expectativas frustradas no son buen negocio para nadie. El tercero es que estas prácticas devalúan seriamente la palabra de la institución que los firma. ¿Cómo confiar en cualquier otra proyección cuando hoy hay una distancia sideral entre lo que se planificó y lo que vemos?
Sería tentador concluir que entonces no debemos invertir demasiado en planificar políticas públicas. Pero esta no es la respuesta. Lo que realmente se requiere es conciencia de las innumerables barreras que enfrentarán los planes para cumplirse a mediano plazo. Las autoridades políticas cambian, los funcionarios también. Las restricciones de presupuesto nunca faltan y los grupos de interés que presionan para que nada cambie están a la orden del día. No hay consecuencias si nada se cumple. Y siempre podrá ser culpa del siguiente alcalde o ministro si lo que proyectamos no se realizó. En este marasmo político e institucional, los únicos planes que valen son los que llevan detrás un liderazgo suficiente para velar por su cumplimiento (ministros y gobernadores regionales con peso propio, visión y capacidad de ejecución ha habido). Lo demás son palabras al viento.