Uno de los mayores problemas del sistema público de salud, que abarca a más del 90% de la población, es que cuando los pacientes van a pedir los medicamentos prescritos la disponibilidad es inadecuada. De hecho, según Susalud, el 40% de los asegurados declara no recibir el total de sus medicamentos, al punto que el 66,9% del gasto de bolsillo de medicamentos en farmacias fue realizado por quienes cuentan con seguro Essalud y SIS (Digemid, 2019).
Ante la falla del Estado en asegurar acceso a la salud pública y una obligatoriedad de vender genéricos en farmacias privadas no prorrogada oportunamente, los políticos han terminado poniendo los reflectores en las 28.000 farmacias del sector privado y, por eso, el Congreso viene discutiendo un mecanismo para garantizar el abastecimiento de genéricos en farmacias privadas, al que se han sumado iniciativas como prohibir incentivos a los dependientes de las farmacias para que se vendan preferentemente medicinas de empresas vinculadas y restringir la venta de alimentos perecibles.
En cuanto al abastecimiento, la propuesta es obligar a que el 30% de la oferta de medicamentos de cada farmacia se expenda también en su versión genérica. En verdad, no importa si el porcentaje es 5%, 30% o 90%. La única manera de cumplir con un porcentaje es que hagan un inventario diario –y una regla de tres– para ver si están al día o no, bajo riesgo de que los sancionen. Encima, si deciden aprovechar coyunturas comerciales para comprar más ‘stock’ de un medicamento, pueden terminar incumpliendo la regla.
Nadie ha pensado en términos operativos y menos con sentido comercial. La regla que estuvo vigente hasta febrero era más realista. Estaba basada en cantidades. Los inspectores iban y contaban si había la cantidad suficiente de genéricos. Algunas farmacias especializadas me han contado que a veces se les malograban los productos y debían botarlos. No era perfecto, pero era administrable.
Alguien podría pensar en una tecnología que genere un inventario automatizado y alertas para cumplir con el porcentaje, pero eso no es realista considerando los bajos niveles de inversión locales (solo el 14% de los 28.000 establecimientos son cadenas); y puede ser una barrera para las farmacias más pequeñas.
En cuanto a restringir los incentivos a los dependientes para que se induzca a vender ciertos productos, me parece una medida positiva, tal como expliqué en mi artículo “Farmacias, ¿poder o no poder?” (2018), donde describí cómo se induce a los consumidores a adquirir productos de empresas vinculadas.
Por último, sobre la restricción de vender alimentos no perecibles en las farmacias, la única razón que se ofrece es que no corresponde a la naturaleza sanitaria del establecimiento (con ese razonamiento mejor prohíban las cafeterías y las máquinas expendedoras en los hospitales). Una medida que recientemente había sido autorizada por Indecopi, porque no hay justificación técnica para prohibirla. Si un establecimiento tiene cadena de frío y espacio suficiente para separar medicinas y alimentos no perecibles, como nutracéuticos, la venta de ambos puede generar más eficiencias, más competencia y menores precios. Tal como ocurre en muchos países de la región, Norteamérica y Europa.
Incluso, yo he propuesto que también en las tiendas que cumplan con estándares de calidad se puedan expender medicamentos de venta sin receta médica. Ver mi artículo “Medicinas en las tiendas” (2024).
En resumen, ahora que les soplaron la pluma a los privados, no todo está mal en lo que buscan regular, pero olvídense de regular porcentajes y de prohibir la venta de alimentos no perecibles. Si van a establecer nuevas obligaciones a las farmacias privadas, que son negocios, no entorpezcan su crecimiento y adopten medidas administrables por farmacéuticos y fiscalizadores.