Carlos Contreras Carranza

Literalmente hablando, una es una reunión de personas para la fundación de algo que se espera sea duradero o incluso perpetuo. En el lenguaje político se usa para la erección de un Estado nacional o de un nuevo formato para este. Como es imposible reunir a todos los habitantes o ciudadanos de un país, quienes se reúnen en asamblea son sus representantes. La forma como se elija esta representación (por regiones, castas sociales o cualquier otra clasificación), así como los requisitos para ser representante, serán desde luego decisivos para el tenor político de los asambleístas.

La asamblea constituyente no solo acuerda fundar el Estado, sino que redacta las reglas de su funcionamiento, estableciendo los deberes y derechos de la sociedad y el gobierno y la forma como se regularán sus relaciones; un documento conocido como la o Carta Magna de la nación. Las Cartas Constitucionales también determinan el procedimiento para su modificación, de modo que más adelante puedan irse cambiando diversas partes, y así ir adecuando el documento a los cambios económicos o sociales que de ordinario ocurren en la vida de las naciones.

La primera Constitución peruana fue la de 1823, que este año cumplirá un bicentenario bastante deslucido, ya que la criatura apenas vivió tres años y, con tantos cambios de Constitución que hemos tenido, digamos que estos documentos han perdido entre nosotros mucho de su majestad. A lo largo de nuestra historia independiente hemos tenido una docena de asambleas constituyentes que, según las épocas, tomaron nombres distintos: Congreso Constituyente, Convención Nacional o Asamblea Nacional, y dieron a luz un número similar de Cartas Magnas. Algunas de estas fueron abortos, porque las nuevas constituciones no terminaron de escribirse o nunca llegaron a regir; otras, como las de 1826 o 1867, duraron apenas unos meses, mientras que la más longeva fue la de 1860, que rigió por casi seis décadas. La actualmente vigente fue preparada por un cuerpo de 80 representantes en 1993 y fue validada por un referéndum. La anterior, de 1979, estuvo a cargo de 100 representantes.

Nuestros cambios de Constitución facilitaron transiciones políticas después de regímenes prolongados y crisis políticas, como fueron el oncenio de Leguía (1919-1930) o el docenio militar (1968-1980), y sirvieron para consolidar nuevos modelos económicos y sociales, como fue la política de seguridad social en los años 30, el Estado desarrollista con mercado protegido en los 60, o el Estado regulador, pero con un mercado de precios libres y abierto a la inversión y la competencia internacional, en los 90.

Algunos países del mundo mantienen su Constitución original, aunque estas han tenido tal número de cambios que el documento apenas podría ser reconocido por sus creadores. Son los casos de Estados Unidos, cuya Carta Magna data de 1788, Noruega (1814) o los Países Bajos (Holanda, 1815). En América Latina, México destaca por tener la Constitución más antigua, fraguada en 1917 por su famosa revolución. ¿Por qué en el Perú hemos tenido tan voraz apetito por anular y dar a luz nuevas constituciones? Seguramente, ello tiene que ver con nuestra crónica inestabilidad política, pero habría que preguntarse si esta es la causa o la consecuencia de nuestra ‘constitucionalitis’. Si el propio documento permite que se le haga todo tipo de modificaciones, ¿por qué no se las introduce, en vez de optar por comenzar todo de nuevo, que equivale a estar refundando continuamente la nación?

Se trata de una pregunta complicada de responder. Tal vez sea un gusto por la novedad, la ilusión de estar comenzando de nuevo o el deseo de una ruptura radical con el pasado. Pero creo que hay una explicación adicional: cuando se decide cambiar una parte, hay que saber qué es lo que se quiere cambiar y fundamentar la razón de la modificación. Lo que no es necesario cuando se opta por un cambio total, para el que se tiene las manos más libres. Paradójicamente, parece más fácil entonces cambiar el todo que solo una parte.

Respetar las constituciones originales le da estabilidad y previsibilidad a la vida de las naciones. No es seguramente una casualidad que los países más prósperos y felices, aquellos que han atraído históricamente a miles o millones de inmigrantes, son los que han tenido pocos o ningún cambio total de su Constitución, como los que nombramos antes. En el Perú, la vida promedio de nuestras constituciones no llega a los 20 años: menos de lo que dura una generación. El cambio de este documento implica introducir nuevas reglas de juego, lo que puede significar una mejora, pero también es un mecanismo que, a medida que se usa, va perdiendo eficacia, porque nadie sabe cuánto tiempo regirá la nueva norma y si alcanzará a tener una aplicación real, ya que, siguiendo el espíritu latinoamericano, tenemos la inclinación a hacer de nuestras Cartas Magnas una lista de deseos.

Es hora de pensar serenamente si debemos cometer un nuevo cambio de Constitución o si sería mejor ponernos a discutir qué es lo que queremos modificar en la actual.

Carlos Contreras Carranza es historiador y profesor de la PUCP