Gonzalo Banda

Parece que julio será un mes de en el Perú. La dinámica de la protesta social en el Perú contemporáneo en los últimos años ha tendido a ser acéfala y caótica, dispersa entre plataformas muy diversas y, a veces, incompatibles. Es un reflejo menesteroso de nuestra precariedad política, de la crisis de las organizaciones sociales de base, de los sindicatos y de los colectivos civiles. Pero que sea acéfala no significa que no pueda escalar rápidamente en tamaño, contundencia y violencia.

En nuestros tiempos, las protestas pueden comenzar animadas contra una injusticia manifiesta, para luego escalar rápidamente en violencia y barbarie; lo que Tony Blair ha llamado hace poco “cultura de la alienación” (con relación a las recientes protestas en Francia), que no es otra cosa que una sociedad incapaz de generar oportunidades para las comunidades más marginalizadas y desposeídas, que son el fermento que aprovecha el desencanto y la postergación. La distribución geográfica de los migrantes en muchos de los suburbios franceses donde se han desencadenado las protestas más violentas es una demostración de que las brechas sociales no se han podido cerrar en Francia y que, muchas veces, pueden ser el caldo de cultivo del escalamiento de protestas violentas, como apuntaba John Burn-Murdoch con muchos datos. En el fondo, se vuelve a demostrar que, detrás de una protesta que despunta con tal grado de violencia injustificable, también permanecen condiciones estructurales.

El problema de las protestas en el Perú volverá a cribar a una sociedad cada vez más afianzada en sus trincheras, cada vez más indispuesta al diálogo colectivo. Desde varias tribunas mediáticas se alentará con menor escrúpulo a la caricaturización de la protesta; más que comprender, se buscará ridiculizar y estigmatizar. Hace pocos días, un personajillo insignificante de la extrema derecha peruana decía sin rubor que Puno había sido tomado por Sendero Luminoso. Lo decía con la convicción de que puede decir semejante estupidez sin tener la obligación moral de retractarse, lo decía porque jamás se atrevería a pisar la Plaza de Armas de Puno para lanzar semejante acusación en público, lo decía con el inevitable tufillo falso de superioridad moral que da la ignorancia. Por supuesto que José de la Riva Agüero y Osma o Víctor Andrés Belaunde jamás hubieran dicho tal paparruchada, pero son nuestros tiempos, y muchos medios escogen a estos bravucones para lanzar alaridos de provocación aupados por su fiera convicción de dividir más a un país que naufraga escindido.

Esta protesta acéfala puede aglutinarse detrás de la inexistente voluntad de responsabilidad política del gobierno. Por supuesto que hay muchos actores políticos interesados en que las protestas escalen en violencia y tamaño, especialmente aquellos actores políticos de la izquierda peruana que se coludieron con Pedro Castillo para quedarse callados mientras se acurrucaban en consultorías y ministerios, y que solo saben responder monotemáticamente a todos los problemas peruanos con el estribillo de “nueva Constitución”; pero todos ellos solo cosecharán los beneficios de la impopularidad del mediocre gobierno de Dina Boluarte y su primer ministro Alberto Otárola, quienes hasta hoy no han identificado a ningún responsable político tras las muertes en las protestas contra su gobierno.

Otros protestarán contra el Congreso, contra sus gollerías y su desconexión con la realidad, contra sus viajes inexplicables a China y contra sus condecoraciones irrisorias, contra su irrefrenable espíritu de perpetuar las distancias con la ciudadanía. Un irrefrenable espíritu por copar unas instituciones, amenazar a los organismos electorales para intentar manejar las reglas de distribución del poder y comenzar a formar nuestra propia versión del pacto de la corrupción guatemalteco.

Otros aprovecharán para promover agendas reñidas con la legalidad como aquellas mafias criminales que cobraban cupos para permitir el paso por algunas carreteras bloqueadas, y que no dudarán en aportar su cuota de caos e incertidumbre. No hay tal cosa como una agenda protesta única y estable en nuestro país, y como lo demuestran los estallidos sociales en el mundo, eso es más preocupante porque puede conducirnos a una situación de desgobierno en pocas semanas. No esperemos que ni la presidenta ni el Congreso estén a la altura, lo más probable es que repitan los mismos errores de meses atrás. Ya me imagino las conferencias del primer ministro Otárola y el mensaje a la nación de Boluarte. Tal vez las protestas no les provoquen adelantar elecciones, pero esa miopía solo retrasa el inevitable naufragio peruano hacia la ingobernabilidad, las condiciones estructurales no han cambiado, por lo que, con o sin elecciones, pronto el sistema deberá reiniciarse, y a nadie le va a gustar lo que va a emerger del repudio. En julio tampoco habrá milagros.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gonzalo Banda es analista político